María ha sido elevada al tálamo del cielo, en el cual el Rey de reyes se sienta sobre un trono de estrellas. Es la forma poética pero también teológica de expresar el destino de la Mujer que ha encarnado de manera más perfecta, en sus obras y palabras, la única actitud apropiada del hombre en el curso de su existencia. Algo que de forma todavía más expresa encontramos en el curso de la vida de Jesús, en la que cada palabra y cada acto nos están mostrando la medida y la dirección inexcusable de las obras humanas. Perder estas referencias o sustituirlas por otras es renunciar a asentar nuestra existencia sobre la roca firme de la verdad.
María es Maestra y Camino de vida, Ella que engendró al que es Camino, Verdad y Vida, y ha pronunciado algunas palabras definitivas acerca de la actitud del hombre ante Dios, que reflejan la suya propia pero que nos dan a nosotros la clave de la que está llamada a ser la nuestra, a fin de que en ella se cumplan los fines primordiales que dan sentido a la existencia.
Algunas de esas palabras dicen todo lo que a los ojos de Dios constituye la sabiduría humana fundamental: “Hágase en Mí según tu palabra”, como respondió al ángel que pedía su consentimiento para ser la Madre de Dios. Es la convicción de que nuestros actos tienen valor, en el tiempo y en la eternidad, ante nosotros y ante Dios, cuando son conformes a su voluntad. Nosotros procedemos de la voluntad de Dios, y todo lo que emana de nosotros debe reflejar esa voluntad.
Este es el orden que corresponde al modo de obrar de quienes somos criaturas de Dios. Dios mismo, hecho hombre en la persona de Jesús, tradujo en su vida y en sus palabras esta misma disposición: “No he venido para hacer mi voluntad sino la tuya” (…); o como dijo ante la inminencia de su pasión: “que no sea como Yo quiero sino como Tú quieres” (Mt 26, 39).
En la creación de que hemos sido objeto hay un designio que abarca no sólo la existencia en sí, sino el estilo o la actitud con que debe ser vivida. Dios quiere desarrollar en el hombre un proyecto: el de plasmar en él su imagen, el de darle un cierto nivel de semejanza con Él, para poderse contemplarse en él y para que la misma naturaleza pudiera descubrir la silueta divina dejada en el hombre hecho de tierra. “Nos ha hecho conformes a la imagen de Su Hijo” (…) para que el mundo estuviera poblado de su figura y en ella también las criaturas vislumbraran los rasgos divinos sembrados en nuestra tierra, de los que se nutre todo lo viviente.
Este hombre ha sido concebido para ser un icono de Dios y de sus perfecciones, como lo era, en una grado infinitamente superior, el Hijo eterno de Dios e Hijo de María; el mismo que sin embargo afirmó: “mi alimento es hacer la voluntad del Padre” (Cf Jn 5, 36; 6, 28; 9, 4). Como la hizo María y fue convertida en Madre de Dios; como la hacemos nosotros y somos equiparados a Ella: “quien hace mi voluntad ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 35). “Haced lo que Él os diga”, recomendó Ella misma al comienzo de la misión apostólica de su Hijo.
Entonces el agua insípida de nuestra vida se transforma en un vino que “contiene todos los sabores y todas las suavidades”, como el maná que Dios hizo llover sobre su pueblo. Se transforma en el “vino que alegra el corazón del hombre”, porque el ser humano sólo alcanza la plenitud de su felicidad cuando se encuentra en armonía consigo mismo y con Dios. Esta simetría, o esta concordia, con la voluntad de Dios, es la fuente primaria de la fecundidad y de la gloria del hombre.
Cuando Dios rebosa en nuestro corazón brota incontenible la exclamación que hoy hemos vuelto a escuchar en labios de María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc…) Quien más intensamente ha entrado en la esfera de Dios y por consiguiente conoce más plenamente sus profundidades, dedica las primeras palabras de su cántico a ensalzar la majestad divina. Debieran ser también las primeras y las más permanentes para quienes, como nosotros, todo lo que somos y poseemos constituye un don de Dios.
La finalidad y la tarea por excelencia del hombre es celebrar, testimoniar y cantar la gloria de Dios, en lugar de entregarnos al culto de nosotros mismos y de exaltar nuestro propio nombre, o de glorificar las obras de nuestra manos, se llamen la ciencia, el progreso, el poder, el dinero, o los infinitos ídolos con que sustituimos al Dios único.
Nosotros somos un reflejo de la gloria creadora de Dios y nuestra propia gloria consiste en proyectarla en torno a nosotros, de manera que seamos un “himno a la gloria de su gracia” (…), de igual modo que por Cristo, en el Espíritu Santo, sube hasta el Padre todo honor y toda gloria, como proclamamos cada día en el canon de la Misa.
La criatura más grande, María, es la que más se ha humillado y la que más ha enaltecido a Dios. A ella la felicitamos hoy, con todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en Ella y la ha hecho ascender hasta lo más alto de los cielos. Con toda la Iglesia y todo la humanidad le decimos: Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor está contigo.