Tradicionalmente conocemos esta fiesta como “la Virgen de Agosto”, y todavía podemos recordar el carácter entrañable que su celebración tenía tanto personalmente como de manera colectiva en pueblos y ciudades. Durante siglos ha sido entre nosotros una vibrante celebración religiosa de la que participaba el conjunto del pueblo, y en la que expresaba el vigor de su fe. Fe en María, en la que en este misterio de la Asunción, nos reconocíamos llamados a participar con Ella algún día en esa misma elevación, que significaba la culminación de nuestro camino y de nuestra vocación esencial como hombres y como cristianos.
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Era una convicción totalmente espontánea que pertenecía no sólo a nuestras creencias cristianas, sino a nuestra manera de entender el sentido y el desenlace auténticos de la existencia humana, a la que esperaba una forma completamente superior de vida. Esta ha sido nuestra filosofía y nuestra teología de la vida. Es decir, la sabiduría que a partir del Evangelio de Cristo ha inspirado, con las limitaciones propias de todo lo humano, nuestra manera de vivir nuestra fe cristiana.
Aquellas generaciones tenían razón cuando sentían de esta manera, una razón que nosotros hemos perdido. Es decir, hemos perdido la razón y las razones más valiosas de la vida, al dejarla reducida a las medidas humanas. Sin embargo, en la visión del Autor de la vida, en la que se injerta la nuestra, toda la existencia humana es un vuelo hacia arriba, aunque mantengamos los compromisos que son propios de la realidad presente. Esto lo ha subrayado especialmente el cristianismo, de acuerdo con el sentido profundo de la existencia humana diseñada por Dios. Algo que no tiene alternativa, por mucho que sea el esfuerzo de cuantos pretenden forzar ese giro.
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Vivir la vida superior que pertenece al hombre superior es vivir en actitud ascendente. Como Jesús en su vida: descendió de su morada celeste para llevar a cabo en la tierra la misión de la liberación humana y, concluida ésta, ascendió de nuevo a su lugar de origen. También nosotros, con el concurso de nuestros padres, hemos descendido desde el pensamiento y el amor de Dios en que habitábamos, y permanecemos un tiempo aquí realizando la tarea asignada a cada uno de nosotros. Cumplido el tiempo hemos de regresar a nuestro lugar de origen. Pero lo mismo Jesús que su Madre María no dejaron vacío ese espacio de tiempo: “he venido para hacer la voluntad del que me envió” (Jn 5,30); “Mi alimento es hacer la voluntad de Mi Padre” (Jn 6,38), afirmó Jesús de Sí mismo. La Virgen dijo sencillamente: “hágase en Mí según tu palabra” (Lc 1,38). Y ello representó la ocupación que dio sentido y plenitud totales al tiempo de su paso por la tierra.
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Cuando nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, tomamos conciencia de nosotros mismos y nos preguntamos: ‘¿y yo qué hago aquí?’, sin encontrar ninguna respuesta positiva -lo que hoy sucede en la mayoría de los casos- ocurre que lo que decidimos es no seguir preguntando sino seguir viviendo de una manera primaria. Y entonces es la vida misma, en su forma más elemental, la que adoptamos como designio básico, es decir, la tierra misma y sus seducciones.
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Lo que sucede es que hemos invertido nuestra mirada y nuestra orientación: miramos a la tierra, y a veces a los abismos de la tierra, y creemos que por fin hemos descubierto el camino y la verdad. Todos somos testigos del frenesí con que nos abrazamos a los atractivos de la vida presente y a cuanto puede colmarla de satisfacciones exclusivamente ligadas al espacio temporal y material. Damos por hecho que no hay otras perspectivas. Nos identificamos con la mentalidad según la cual todas las convicciones del pasado deben ser vueltas del revés, y que nuestro horizonte se ciñe a la vida y a la tierra. Porque es aquí donde tenemos nuestra única casa y donde discurre toda nuestra existencia. Donde, por consiguiente, va a tener lugar la experiencia total de todo lo que los hombres representamos.
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Precisamente, lo característico de nuestra cultura es el abrazo que hemos dado a la tierra, las raíces profundas con que nos hundimos y fundimos con ella. En realidad, estamos confundiendo todos los datos acerca de nosotros mismos. Sin embargo, la primera necesidad del hombre es la de re-conocerse a sí mismo objetivamente; la urgencia de identificar su significado dentro del escenario al que pertenece. Una realidad personal que no se da a sí mismo, como ocurre con el conjunto de su entidad existencial.
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No es él quien ha elegido el estar y el ser en la existencia, por consiguiente, quien puede optar libremente por la naturaleza de cuanto le define esencialmente, ni por la cualidad, propiedades o categorías de su ecosistema superior. El hombre posee una naturaleza y una sobrenaturaleza, que se complementan pero que no se confunden. Una y otra proceden de quien es el Ser por excelencia, de quien es fuente de todos los seres, especialmente de los que tienen algún grado superior de semejanza con Él, como es el hombre.
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Esta es la lección de María en este día de su Asunción. Ella nos invita a transitar por la tierra realizando el designio inalterable de Dios sobre el conjunto de los hombres y sobre cada uno de nosotros. A comprender que es únicamente así como nos realizamos en libertad y verdad, y que fuera de Él no hay otra posibilidad de salvación presente o futura.
Hoy María nos invita a habitar con Ella desde ahora en los cielos, mientras cumplimos todavía nuestro itinerario terrestre.