“El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (1ª Lect.). Esta ha sido la fe de la Iglesia desde el primer día. Los cristianos de todos los tiempos han vivido en la fe de la resurrección y de la ascensión y en la expectativa del retorno de Cristo, tal como está formulado en las Escrituras. Esta fe ha constituido el núcleo central de la existencia espiritual, y también humana, de las sucesivas generaciones mientras el cristianismo se ha mantenido vivo. Hasta que se ha producido la inversión que conocemos. Hoy son mayoría los que piensan que el tiempo cristiano ha pasado y con él todo lo que ha representado la figura de Cristo y cuanto le ha tenido como centro de referencia. Por eso, las palabras del ángel a los testigos de la ascensión tienen para nosotros un acento muy especial, porque nos ponen ante una historia que no ha terminado.
También, respecto a Jesús, la mayoría de su pueblo creyó, cuando le contempló muerto en la cruz y vio su sepulcro sellado, que aquel profeta se había eclipsado y con Él el movimiento que había surgido en su entorno. Sin embargo, algunas horas después de esos acontecimientos todo había cambiado. La muerte –libremente aceptada- y el sepulcro quedaron atrás; la pretensión humana de poner fin a su presencia en el mundo fue respondida por su reasunción plena de la vida y por la extensión de su Nombre y de su Evangelio entre todos los pueblos. El hecho más determinante de la historia ha sido esa presencia humana de Dios en nuestra tierra y el despliegue en el tiempo de su acción entre los hombres para devolverles a la realidad de su destino. Algo que nadie ni nada ha podido impedir y que todos colaboran a mantener vivo, tanto cuando acogen o combaten su memoria, o cuando intentan construir la historia del revés, dirigiéndola en la dirección opuesta al curso natural que Dios le ha señalado.
De hecho, todo en su vida se opuso a Él, pero Él se sobrepuso a todo: al rechazo, a la condena, a la muerte: Él es “el que estuvo muerto y volvió a la vida” (Ap. 1, 8). Así volverá a ocurrir, a pesar de que nos encontramos en una fase muy avanzada de la demolición del reinado de Cristo y de la abolición de todo lo que lleva su Nombre, su huella y su memoria. Una exclusión que alcanzará también a los que le permanezcan fieles, e igualmente a toda realidad que refleja la presencia del Creador en el mundo que, porque ese mundo sigue hablando de Él, mostrando una sabiduría, una belleza y un amor que los adversarios de Cristo y de Dios no pueden soportar.
Pero todo eso es transitorio y, de alguna manera, aparente, efecto de la furia del príncipe de este mundo, que ya se sabe juzgado (Jn 16, 11). Lo cierto es que la existencia de Cristo entre nosotros concluyó con el episodio triunfal de la ascensión: su elevación a lo más alto de los cielos, donde se sienta a la derecha del Padre, de quien recibe la gloria y el poder sobre todo lo creado. Esa ascensión es el símbolo del acontecimiento central que se desarrolla gradualmente en la historia, oculto a los ojos humanos pero patente a la visión de la fe.
De hecho, todo camina en una dirección irreversible, hacia una meta necesaria y preestablecida, que la palabra de Dios describe como la “recapitulación en Cristo de todas las cosas” (Ef 1, 10). ¿Qué significa esto? Significa que Cristo ha de llegar a ser el fundamento, la piedra angular de toda realidad; que todo está destinado a confluir hacia Él, de manera que Él sea el coronamiento de toda realidad en el cielo y en la tierra, a fin de que todo sea consumado, ultimado y perfeccionado en Él y por Él.
En Él está el origen, el centro y el destino de toda la creación y de toda la humanidad. Él es el eje sobre el que convergen todas las líneas vitales que recorren el universo y la historia. Como escribió un monje medieval (San Bonifacio): “la relación que todas las cosas tienen con Cristo” constituye el saber máximo que nos interesa. La Escritura afirma que “todo fue creado por Él y para Él, y que todo se mantiene en Él” Col 1, 18); que Él es “el alfa y la omega, el principio y el fin” (Ap 21, 6), al que se le ha “entregado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 168) a fin de que todo vuelva a reintegrarse en su origen. Es la condición para que “Cristo sea todo en todos” (Col 3, 1) y para que la humanidad recupere la autenticidad de sí misma según el designio de Dios.
De hecho, todo se dirige indefectiblemente hacia Cristo cuando parece que todo camina en la dirección contraria. Como ya sucedió en el tiempo de su vida, Cristo entra definitivamente en la historia precisamente cuando se da por hecho que ha sido expulsado de ella. Y no sólo porque ‘este es el plan de Dios trazado desde antiguo’, sino porque en Él, en Cristo, se cumplen todas las aspiraciones del hombre.
Cristo es la reserva de la humanidad: toda esperanza y toda promesa, toda expectativa y plenitud, están contenidas en Él. En Él está todo lo que los hombres buscan pero que no encuentran porque lo buscan fuera de Él, en quien está la ‘plenitud de quien lo acaba y lo llena todo en todos’ (cf Ef 1, 23), Aquel “por quien y para quien ha sido hecho todo” (…) y en el que todo se encuentra a nuestra disposición, en espera de que los hombres le reconozcamos como nuestra Cabeza.
Él es la reserva de la humanidad porque es la fuente de la energía vital que la recorre, el surtidor de Vida y de Verdad que en ella “salta hasta la vida eterna”. La humanidad nació de sus manos. En ellas se sigue creando y renovando. Él es su dinamismo interior, en el que se alimentan todas las energías humanas, aunque el hombre crea que brotan de su propia vitalidad. Es en Él donde nosotros “vivimos, nos movemos, y existimos” (Hch 17, 27), como San Pablo trató de explicar a los atenienses en los comienzos de la evangelización cristiana. A Él está encomendada la reinstauración del hombre, de la tierra y de los cielos nuevos, que Cristo está ya formando sobre las ruinas de lo que nosotros hemos devastado.
Ante este Jesús que asciende a los cielos pero que desde allí prepara su retorno, nosotros repetimos las palabras del salmo 67: “alfombrad el camino del que avanza por el desierto”, del que es la ‘estrella luciente de la mañana’, cuya luz volverá a iluminar los caminos de nuestro mundo.