“Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro”, nos ha dicho San Pablo en la segunda carta a los Corintios (2Cor 4,7-15). ¿A qué tesoro se refiere? A la fe en Jesucristo que se nos ha transmitido. Un tesoro que hemos recibido en España, según una venerable tradición, gracias a la labor evangelizadora del propio San Pablo –cosa que verifica el papa San Clemente I– y de Santiago, el primero de los apóstoles en beber el cáliz del martirio que el Señor le anunció en el texto del Evangelio que se ha leído (Mt 20,20-28) y que se nos ha narrado en la lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 4,33.5.12.27b-33; 12,1b). Por eso Santiago y San Pablo están representados en el mosaico de nuestra cúpula al frente de los grupos de santos y mártires españoles.
El tesoro de la fe es el mayor que sin duda alguna podemos haber recibido, porque es la fe en el Dios verdadero y en su Hijo Jesucristo, el único Salvador para todos los hombres y para todos los pueblos. Y así, como dice San Pablo a los corintios, aunque hoy nos aprieten por todos lados, nos acosen y nos derriben, no quedamos aplastados, ni desesperados, ni abandonados, ni derrotados, porque participamos de la vida y Pasión de Jesús y también de su presencia resucitada, que nos da una fuerza inquebrantable. Por eso, porque la Iglesia en España entiende que lo más precioso para nosotros es la fe recibida, pide en la oración colecta de la Misa que, por el martirio y la intercesión de Santiago, “España se mantenga fiel a Cristo hasta el final de los tiempos”.
¿España y la fe en Cristo? Hoy a algunos les produce escalofrío pensar en la relación entre España y la fe en Cristo, por rechazo a ambas o a una de las dos, y lamentablemente esta confusión está presente incluso entre algunos católicos, como confusión también supone el temor a hablar del concepto de “patria” y del patriotismo. Sin embargo, San Juan Pablo II no dudó en proponer una “teología de la patria” sobre fundamentos bíblicos (Memoria e identidad, Madrid, 2005, caps. 11-15) y explicó que la patria es un patrimonio, “el conjunto de bienes que hemos recibido como herencia de nuestros antepasados”, que “incluye también valores y elementos espirituales que integran la cultura de una nación” (Memoria e identidad, 2005, p. 78). Ya San Isidoro de Sevilla, invocado en la Edad Media como “Doctor de las Españas”, explicaba que “el nombre de patria se debe a que es común a todos los que en ella han nacido” (Etimologías, lib. XIV, 5, 19).
Asimismo, el santo papa Juan Pablo II enseñaba que el patriotismo es parte del cuarto mandamiento de la Ley de Dios y que “significa amar todo lo que es patrio: su historia, sus tradiciones, la lengua y su misma configuración geográfica. Un amor que abarca también las obras de los compatriotas y los frutos de su genio”. Frente al riesgo del nacionalismo, que quiere sólo el bien de la propia nación sin contar con los derechos de las demás, el santo Papa proponía precisamente el patriotismo, porque es un amor social ordenado, un amor a la patria que reconoce a todas las otras naciones los mismos derechos que reclama para la propia (ibid., pp. 85-88).
Ciertamente, el verdadero patriotismo es una virtud de Ley Natural, la virtud del recto amor a la patria, según lo ha entendido siempre la moral católica, que lo hace derivar de la piedad filial, del amor a los padres, del cuarto mandamiento de la Ley de Dios. Así se expresa con claridad en el Catecismo de la Iglesia Católica, donde se dice que “el amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad” (nº 2239).
Como el amor a la patria es de Derecho Natural y, por lo tanto, se descubre universalmente en todos los pueblos, el siervo de Dios cardenal Van Thuan lo enseñaba y exhortaba a él en un poema del que selecciono algunos versos en los que, si queréis, podéis poner el nombre de España donde él dice Vietnam, y que tituló “Tú tienes una patria”: “Tú tienes una patria, el Vietnam; / un país tan amado, a lo largo de los siglos, / es tu arrogancia, tu alegría. […] Ama su historia gloriosa, / ama su pueblo laborioso, / ama sus heroicos defensores. […] Ayuda a tu patria con toda tu alma, / sé fiel a ella. / Defiéndela con tu cuerpo y con tu sangre, / constrúyela con tu corazón y con tu mente, / comparte la alegría de tus hermanos / y la tristeza de tu pueblo. / Un Vietnam. / Un pueblo. / Un alma. / Una cultura. / Una tradición. / Católico vietnamita, / ¡ama mil veces tu patria! / El Señor te lo enseña, la Iglesia te lo pide. / Pueda el amor de tu patria ser todo uno / como la sangre que corre en tus venas”.
La confusión, por tanto, no está en hablar del sentido de la patria o de España en concreto como patria, ni en entender que aquello que esencialmente ha configurado la tradición hispánica es la fe en Cristo. De algún modo, usando la imagen paulina, los hitos principales de la Historia de España y gran parte de las mejores obras de nuestro arte, de nuestra literatura y de nuestro pensamiento, son las vasijas de barro en las que España ha conservado y transmitido el tesoro de la fe en Cristo.
No dudemos, pues, en invocar hoy a Santiago como Patrón de España, como lo hiciera, entre otros muchos, Fray Luis de León, que recordaba que por la intercesión del Apóstol “son las Españas / del yugo desatadas / del bárbaro furor, y libertadas”, y “a España, a quien amaste / […] tu cuerpo le enviaste / para dar luz a donde / el sol su resplandor cubre y esconde” (Poesía a Santiago). Pidamos que Santiago, a quien ya San Beato de Liébana denominó “áurea cabeza de España, nuestro protector y patrono” (Himno O Dei Verbum), y la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, a la que Alfonso X el Sabio invocó como “Santa María de España”, conduzcan de nuevo a nuestra patria y a todas las patrias de Europa a descubrir y recuperar su esencia cristiana.