Queridos hermanos:
Los dos hijos de Zebedeo, los pescadores Santiago y Juan, fueron llamados por Jesús para seguirle y colaborar con Él en una gran misión (Mt 4,18.21; Mc 3,17), para fundar sobre ellos y sobre los otros Apóstoles su Santa Iglesia. Hizo de ellos Apóstoles, enviados para proclamar el Evangelio a los pueblos de la tierra. Ellos dos, junto con Simón Pedro, fueron sus más íntimos discípulos. Pero eso no quita que, por esa misma cercanía, que en algunos momentos a ellos les pudo llevar a dejar nacer la vanidad y la soberbia, les reprendiera con cariño o, en ocasiones, con notable severidad. Así, en el Evangelio que acabamos de escuchar (Mt 20,20-28), les dio y nos da a todos una enseñanza sobre la humildad. Y es que, ciertamente, Jesús, y después el Espíritu Santo enviado por Él para proseguir su misión, transformó por completo a todos los Apóstoles, entre ellos a Santiago el Mayor y a San Juan Evangelista, los “Hijos del Trueno”, como se observa en la lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 4,33.5.12) cuando todos ellos, encabezados por San Pedro, pierden el miedo a predicar el nombre de Cristo, llegando a ser Santiago el primero de los Doce en derramar su sangre por Él.
Según una venerable tradición, Santiago vino a predicar el Evangelio a España y fue sostenido en su empeño por la Santísima Virgen. A partir de aquí, fue muy pronto tenido por Patrono de España, y así el monje San Beato de Liébana, a finales del siglo VIII o principios del IX, le invocó como “áurea cabeza de España, nuestro protector y patrono nacional” (Himno O Dei Verbum). En la misma Edad Media se rogó su intercesión frente a la invasión musulmana y se le denominó de forma habitual “luz de las Españas”. Gonzalo de Berceo le llamó “primado de España” (Vida de San Millán, estr. 422, v. 4) y el benedictino anónimo que compuso el Poema de Fernán González afirmaba que “fuertemente quiso Dios a España honrar cuando al santo apóstol quiso enviar” (cap. V).
La figura de Santiago como Patrono nacional, por lo tanto, arraiga con firmeza desde los siglos medievales en los condados, reinos y coronas de España. Las peregrinaciones a su sepulcro en Compostela favorecieron la vinculación de España con el resto de Europa, de una Europa que era y es en su esencia cristiana, como recordara San Juan Pablo II. Y no sólo eso, sino que los misioneros españoles extendieron también su culto a América.
El patriotismo es una virtud, la virtud del recto amor a la Patria, según lo comprendió el pensamiento clásico grecorromano, el de la China tradicional y la moral católica, que lo hace derivar de la piedad filial, del amor a los padres, del cuarto mandamiento de la Ley de Dios, como se expresa con claridad en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2239). San Juan Pablo II llegó a hablar incluso de una “teología de la Patria” (Memoria e identidad, Madrid, 2005, caps. 11-15). Hay un deber de gratitud hacia el legado de una rica tradición heredada de nuestros antepasados y que nosotros a su vez debemos transmitir a las generaciones futuras con fidelidad y enriqueciéndola, aspirando a contribuir en un proyecto de vida común.
Hoy se nos hace urgente, una vez más, invocar a Santiago para que proteja a su Nación, como le canta el himno que se le entona con tanta devoción en la catedral de Compostela. Hoy España es casi irreconocible, al igual que muchas naciones de Europa a las que se viene tratando de ahogar sistemáticamente su alma cristiana. Aquel soneto de nuestro Quevedo, caballero de Santiago, resulta de perfecta actualidad: “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados de la carrera de la edad cansados por quien caduca ya su valentía”.
A nivel mundial se trata de imponer hoy un pensamiento único, desarraigando a las naciones de su ser; y naciones que han sido especialmente cristianas, como España, han sido tomadas como laboratorio de pruebas de una ingeniería social que, en estos momentos, aspira incluso a la disolución de la naturaleza del ser humano para que éste sea construido desde una nueva visión que parte de la negación misma de la realidad sexuada del ser humano que define su masculinidad o su feminidad. La llamada “cultura de la muerte”, la inversión del orden natural y la imposición del pensamiento único a nivel global, como ideología incapaz de sostener y de resistir un debate intelectual de carácter filosófico y científico, se establece entonces a fuerza de ley con sanciones de multa y de cárcel, amén de difundirse cada vez con mayor fuerza por la mayoría de los medios de comunicación, que aprovechan el sentimentalismo para calar en los corazones de la gente.
Pero en los pueblos existirá siempre, al menos, un “resto” que se esforzará por mantener viva la esencia de sus patrias. Varias naciones del este europeo son hoy luz que nos están recordando la esencia cristiana del continente y la perpetuidad de los valores tradicionales, y por eso se las combate desde el poder globalizador. Y al mismo tiempo, en Europa occidental surgen muchas iniciativas que se niegan a la desaparición de la identidad de sus patrias históricas.
Confiemos en que Santa María de España, como la invocó el rey Alfonso X el Sabio, juntamente con Santiago, conduzcan de nuevo a nuestra patria y a todas las patrias de Europa a descubrir y recuperar su esencia cristiana.