El 22 de agosto se celebra la fiesta de Santa María Reina, que la liturgia ha hecho coincidir con el octavo día después de la celebración de la Asunción de María, el pasado 15 de agosto. Con ocasión de aquélla fiesta el P. Anselmo Álvarez, Abad Emérito del Valle, pronunció en la Basílica la siguiente homilía:
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“La Madre de Dios ha sido elevada en cuerpo y alma a los cielos”, ha proclamado la Iglesia y han creído los siglos cristianos. Vosotros estáis aquí porque participáis de esta fe y queréis celebrarla en unión con toda la Iglesia, y de alguna manera compartirla con todos los hombres. Porque nuestra Madre ha sido objeto de este privilegio único, del que todos nosotros estamos llamados a participar algún día, cuando Dios convoque ante Sí a todos los que fuimos llamados originalmente a ser ascendidos hasta Él, después de nuestro paso por esta tierra.
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Esto forma parte de las palabras y de las promesas divinas que no pasan, que tienen un cumplimiento indefectible, en el tiempo y en la forma previstos por Él. Aunque a veces tengamos la impresión de que son palabras demasiado incomprensibles y demasiado vagas, e incluso demasiado innecesarias para un tiempo y una humanidad que considera que ya ha aprendido lo suficiente para prescindir de ellas, e incluso de quien las pronunció.
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Porque ahora somos nosotros los que nos estamos elevando por nosotros mismos, los que estamos creando una tierra y unos cielos nuevos, hechos a nuestra imagen y a nuestra medida. Esta es la idea de la ascensión o de la asunción que nos estamos forjando quienes hemos dejado atrás la fe en el Dios revelado y aparecido en la persona de Jesús.
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Pero no ha habido ninguna otra revelación ni ningún otro Maestro. Ni lo va a haber, aunque hayan aparecido legiones de pseudo maestros y pseudocristos. De ellos hemos escuchado infinitas palabras que el viento se ha llevado o que han traído tormentas apocalípticas. Sólo Sus palabras, las del Señor, “permanecen eternamente”, con la frescura y la eficacia que únicamente pertenecen al Verbo de Dios.
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Esas palabras y esos hechos que nos hablan a través de realidades como las ascensión de Jesús y la asunción de María, y que nos dicen que la mirada, y la acción y las aspiraciones esenciales del hombre deben sobrevolar la tierra, y dirigirse a la patria de donde provenimos y a la que, convencidos o no, nos dirigimos. En ellos hay una dirección, una tensión permanente hacia arriba, que es lo que caracteriza esencialmente la dimensión del hombre, destinado a habitar temporalmente esta tierra y a regresar a su patria de origen.
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Nada ha cambiado en esta perspectiva, ni nada va a cambiar, pese a los esfuerzos que llevamos haciendo desde hace mucho tiempo para transformar el signo de esta realidad. El hombre no va a dejar de ser, fundamentalmente, el que ha sido imaginado por Dios, por mucho que se empeñe en darse una realidad distinta, según le fue sugerido desde el principio por quien el Evangelio llama el padre de la mentira.
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Pero el hecho de que nos empeñemos en plantar definitivamente nuestra tienda en este suelo, en echar en él raíces profundas, y en renunciar a cualquier horizonte que no alcancen nuestros ojos, da todavía mucho más realismo a este acontecimiento de la asunción de la Virgen. Él nos abre, una vez más, los ojos ante la única vocación humana auténtica, que culmina en nuestra proyección hasta el seno de Dios, no sólo en el momento final, sino según una realidad que, como la escala de Jacob, va ascendiendo a lo largo de nuestra existencia.
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Ningún empeño va a modificar este plan de Dios acerca del hombre, y por el contrario puede hacer estéril aquella parte de la historia humana que se empeñe en cambiar los designios de Dios acerca de ella. Más aún, tal empeño puede volverse completamente contra ella, y así podemos concluir que está sucediendo hoy, si tenemos ojos para ver y oídos para escuchar. Toda planificación que intente sustituir la realidad humana modelada por Dios por cualquiera de nuestros designios humanos, es una construcción levantada sobre arena. Es la lección permanente de la historia, tantas veces advertida por la palabra de Dios.
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Por el contrario, el misterio de la asunción de María nos está mostrando la opción abierta por Dios al hombre: la ascensión, el progreso, el salto al infinito, al mundo de lo absolutamente superior a lo terrestre, sin dejar de pisar la tierra y hacer en ella la obra humana y terrestre que se nos encomendó en el momento de nuestra creación. No hay ninguna renuncia a ninguno de los proyectos que fueron previstos como tarea del hombre en la tierra. Más bien es la posibilidad de darles la fecundidad de una obra que es de Dios y del hombre al mismo tiempo. Por eso, los tiempos modernos están encomendados especialmente a María, porque al mostrarnos el único camino que la humanidad está llamada a recorrer, nos ha abierto las puertas de la ciudad que nos espera, las de nuestra verdadera tierra del reino de los cielos.