Hermanos, en esta solemnidad de Santa María, Madre de Dios, a los ocho días del Nacimiento de Jesús, la Iglesia pone sus ojos en la prerrogativa más importante de la Santísima Virgen, su maternidad divina. Si en el día de su nacimiento se concentra la mirada en el hecho de que nuestro Salvador viene a nosotros para salvarnos, en esta solemnidad alaba y agradece a Dios que se haya dignado tomar cuerpo humano de una mujer Virgen, de la Virgen por excelencia a la que había Él preparado para ser digno tabernáculo de su presencia. Todo esto sin merma de su humanidad y sin dejar de ser Dios. Una antífona del Oficio de Laudes lo expresa muy bien: “Hoy se nos ha manifestado un misterio admirable: en Cristo se han unido dos naturalezas: Dios se ha hecho hombre, y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división.”
Ha nacido nuestro Redentor “de una mujer, nacido bajo la ley”, con lo cual es uno como nosotros, pero a la vez es Dios. Él asume nuestra condición humana, y a partir de la Encarnación la Alianza de Dios con el hombre cobra una realidad increíble. Es una Alianza que el hombre no podía sospechar llegase tan lejos. ¿Cómo se digna Dios hacer una Alianza no sólo desigual, sino en la que de parte del hombre domina más el aspecto de su infidelidad que el de su pequeñez. Dios no sólo ha pasado por encima de la insignificancia de la naturaleza humana, sino que después de tan reiteradas y graves deudas que ha contraído el hombre con Dios todavía multiplica su misericordia hasta el infinito asumiendo la misma naturaleza del hombre. No sólo es sorprendente para los hombres: los mismos ángeles rebeldes se negaron a adorar a Dios hecho hombre por tomar una naturaleza tan baja.
Pero pasemos a considerar el aspecto de su unión con la suerte del hombre, que es a lo que nos conduce la primera lectura de un libro del Pentateuco: “El Señor te bendiga y te proteja… Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré”. Dios nos había permitido usar su nombre como protección, pues Él iba a solidarizarse con nuestra suerte. Pero su solidaridad es tal que, aunque algunos se empeñen en reducir a eso la misión de Jesucristo, ésa solidaridad que la Palabra de Dios llama Alianza, supera con creces la pequeña solidaridad de compartir nuestras limitaciones y sufrir las injusticias de los hombres. Antes de darnos otra cosa nos redime de la infamia del pecado, satisfaciendo por nosotros una deuda que el por sí mismo es incapaz de satisfacer, y para colmo de misericordia: nos hace partícipes de su condición divina.
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Asume una naturaleza humana de una Virgen a la que los hombres no consideran más que una mujer anónima de tantas. Y resulta que el Evangelio parece no desmentir tales apreciaciones, porque en el nacimiento de Jesús, evidentemente Él ocupa el centro. De María no se dice en el Evangelio que apareciese ante los demás hombres como una privilegiada, o que tuviese siquiera tiene un trato con Dios diferente de los del resto de los humanos. Ella en cambio repasa con diligencia las palabras que le dirige el ángel Gabriel, las cosas que dicen y hacen los pastores y la gente, todo lo guardaba en su corazón para aprender de lo que Dios hacía o decía a través de otros. Todo lo que decían de Jesús unos y otros, todo le parecía un tesoro digno de meditar profundamente y ser contemplado con admiración. Parece como si fuera la última en enterarse, o que no se enteraba de nada. Y sin embargo tienen que pasar siglos para ser puesto de relieve ante todos los hombres el privilegio de su maternidad divina. No fue después de su muerte, no, sino mucho después, en el siglo IV. María no sólo es la Madre de Dios. También es Virgen, porque no quiso hacer de su maternidad un privilegio que ensombreciese ni remotamente el honor debido al Hijo de Dios. Es Virgen porque no quiere apropiarse lo que sólo disfrutó por la misericordia divina. Sabe que no es mérito suyo, ni una gracia tan singular estaba destinada para guardarla como un tesoro para su exclusivo disfrute. Tal privilegio queda oculto durante generaciones a la notoriedad, no a la fe de los discípulos de Jesús, y sale a la luz cuando ya las herejías que podían tomar pie de este privilegio mariano carecían de fuerza.
En esta Eucaristía se prolonga el misterio que celebramos. La Encarnación del Hijo de Dios se hace presente en la Eucaristía de un modo particular. Gracias a la colaboración de María con la gracia disponemos de la inmensa gracia que supone tener comunión de vida con el que es autor de la vida. Y por eso mismo es el autor de la Paz. De la paz verdadera, la que se funda en Él. La que los hombres rechazan, porque la quieren hacer a su medida y para su provecho. Si la paz viniese por concurso de otro partido diferente al suyo no la quieren. Así somos los hombres cuando nos alejamos de Dios. Sólo buscan la paz para su familia o para su partido, no el bien de todos. ¿Vale la pena mantenernos fríos e indiferentes ante el que tiene poder de conducirnos a todos a la paz personal y a la paz en la convivencia social? ¿Vale la pena encerrarnos en nuestros sentimientos egoístas en vez de abrirnos al amor del que nos hace partícipes Jesús por su encarnación, muerte y resurrección? ¿Vamos a dejar pasar esta Eucaristía, que es manantial de vida para nosotros, sin pedir con plena sinceridad al Señor y a su Madre, que también lo es nuestra, que nos cambie este corazón egoísta que tenemos y nos entreguemos como María a acoger y comunicar a los demás el plan de Dios que nos salva?