Queridos hermanos en Cristo Jesús:
Las tres lecturas y el salmo propuestos hoy por la Sagrada Liturgia son sumamente ricos en enseñanzas, pero podemos fijarnos especialmente en algunos aspectos del texto del Evangelio de San Marcos (Mc 1,29-39), del que mucho podríamos decir.
El primer punto en el que quiero incidir, pues hoy es frecuente no querer hablar de él, incluso por parte de muchos sacerdotes y pastores de la Iglesia, es la existencia de Satanás y los demonios que le siguieron en su rebelión contra Dios. Sin embargo, como decía Baudelaire en el siglo XIX, “la mayor astucia del demonio ha sido hacernos creer que no existe”. El Evangelio distingue claramente entre las curaciones milagrosas obradas por Jesús en las enfermedades físicas y también mentales, y los exorcismos mediante los cuales liberaba a personas poseídas por demonios. Ambas cosas las podía hacer por sí mismo en virtud de su naturaleza divina.
Los demonios, según nos enseña la doctrina tradicional de la Iglesia a partir de la Sagrada Escritura, son ángeles creados buenos por Dios que, liderados por Luzbel, a quien también conocemos como Lucifer, Satanás o con otros nombres, por soberbia se rebelaron contra Dios y fueron castigados eternamente al infierno, siéndoles sin embargo tolerado por Dios el que puedan tentar a los hombres para probar su fidelidad al Señor. No se trata de un mal abstracto e impersonal ni tampoco de fuerzas psíquicas internas al hombre, aunque ciertamente se valgan de la psicología de cada persona para inclinarla a la realización del mal. El texto del Evangelio de hoy es muy claro: “como los demonios lo conocían, no les permitía hablar”. Por lo tanto, si le conocían y podían hablar, es porque disponen de entendimiento y voluntad y se trata de seres espirituales, sustancias individuales, al igual que los ángeles que han permanecido fieles a Dios.
Satanás y sus demonios envidian al hombre porque, siendo éste por naturaleza inferior a ellos en cuanto son ángeles, ha sido sin embargo enaltecido al ser asumida la naturaleza humana por el Verbo de Dios en la Encarnación. Por eso usan de varios medios contra los hombres y para atraer sus almas hacia ellos. En el Evangelio aparecen con frecuencia, como en el texto de hoy, casos de “posesión diabólica”, por la que un demonio o varios entran a poseer el cuerpo de un ser humano y dominan algunas facultades del alma de éste, pero sin llegar a poseer el alma; para estos casos, es necesario en general el exorcismo realizado por sacerdotes designados por la Iglesia y con un rito debidamente ordenado. Otro medio es la llamada “obsesión diabólica”, esto es, el tratar de perturbar la paz del alma atrayendo o asustando mediante ruidos, voces, imágenes, etc. Sobre todo lo emplean contra personas muy virtuosas, como los antiguos monjes egipcios, San Benito, el Santo Cura de Ars y San Pío de Pietrelcina. Los santos suelen vencerlo por medio de la oración, el ayuno, la fortaleza, los sacramentos y sacramentales (¡qué importante es el agua bendita!). También puede darse la “infestación” de objetos o edificios, llenándoles de un carácter maldito, y es necesario aquí también un rito próximo al exorcismo. Pero el medio más habitual y que sin embargo nos asusta menos, siendo en realidad el más peligroso, es la “tentación”. Aunque no nos impacte tanto la fuerza diabólica en él, es aquí donde Satanás sí puede hacernos perder la vida eterna al atraernos hacia el pecado que nos aparta de Dios y que, en el caso del pecado mortal, nos hace perder la gracia y la herencia del Cielo. Por eso es preciso luchar con todas nuestras fuerzas para vencer las tentaciones, huyendo de las ocasiones de pecado y acudiendo a los sacramentos y a la oración.
El otro punto que quiero resaltar es el atractivo irresistible que ejercía y ejerce Jesús: “Todo el mundo te busca”, le dicen Simón Pedro y los otros apóstoles. Ciertamente, sabemos que las muchedumbres iban a su encuentro para oír sus palabras y para que les curara, según se lee un poco antes: “le llevaron todos los enfermos y poseídos; la población se agolpaba a la puerta”. Quisieron verle personajes como Zaqueo, quien por ser pequeño se subió a un árbol, y Nicodemo, que trataba de hablar con Él a escondidas por temor a las autoridades judías. Hasta Herodes anhelaba conocerle por la fama de sus milagros, como si de un mago se tratara. Se le acercaban los niños y pedía que no se lo impidieran. La samaritana se sorprendió ante su conocimiento de realidades íntimas y la mujer pecadora quedó admirada de su misericordia. Ante su mirada llena de amor, los apóstoles lo dejaron todo para seguirle hasta donde fuera. Esa misma mirada causó el llanto de Pedro cuando con ella le hizo comprender que le había negado, pero penetró tanto en él que también fue motivo de su arrepentimiento sincero.
Jesús atraía y sigue atrayendo. Por la unión hipostática de las dos naturalezas, divina y humana, en la Persona única del Hijo de Dios, el Amor divino infinito se descubre también en su Sagrado Corazón lleno de sentimientos humanos. Es el Corazón que se enternece ante la viuda de Naím, quien acaba de perder a su hijo único, y lo resucita y se lo entrega de nuevo. Es el Corazón que expresa una delicadeza sublime y se preocupa de que a la hija de Jairo, recién resucitada, le den de comer. Es el Corazón que llora ante su amigo Lázaro muerto. En estas tres resurrecciones narradas por los Evangelios, se descubre el poder divino de Jesús al realizar tal milagro y su más elevada sensibilidad humana.
¿Cómo no va a atraer Jesús? No es alguien del pasado, sino el Verbo eterno de Dios hecho hombre, Modelo supremo para el ser humano y verdadero Redentor que nos abre de nuevo las puertas del Cielo para introducirnos en la vida íntima de amor de la Santísima Trinidad. Por eso atraía en su vida terrena y sigue atrayendo hoy de forma irresistible. El pasado día 2 de febrero, Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo y Purificación de María, celebrábamos la jornada de la vida consagrada. Veintiún siglos después, Jesucristo sigue llamando a los corazones de muchos jóvenes para que le entreguen su vida y le sigan consagrándose a Él.
Pero, ¿cómo descubrir a Jesús? Él mismo nos lo enseña en el Evangelio de hoy: “se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar”. Para amar a Jesús hay que conocerlo, y no se le puede conocer íntimamente sin la oración, la lectura de la Sagrada Escritura y la participación en los sacramentos. Como María, su Madre, dediquemos al menos una parte del día para meditar en nuestro corazón sus misterios y poder contemplar la maravilla de Jesús.