Queridos hermanos en Cristo Jesús:
Comenzamos la que tradicionalmente se ha conocido como “Semana de Pasión”, que nos prepara de un modo inmediato a la Semana Santa.
En las lecturas que nos propone hoy la Liturgia, la primera (Jer 31,31-34) recoge el anuncio de la Nueva Alianza realizado por Dios a su pueblo a través del profeta Jeremías cuando las tropas babilónicas de Nabucodonosor, ante la infidelidad de los judíos al Señor, se encontraban ya próximas a tomar y saquear Jerusalén. Esa infidelidad, que es un rechazo al Dios verdadero y merece la ruina de la ciudad santa, hace sin embargo colmar la misericordia divina en una nueva alianza que se plasmará en la Encarnación y en la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, como lo entenderían la Carta a los Hebreos (Heb 8,6-13), San Jerónimo (Commentariorum in Prophetam Hieremiam, lib. VI, 26) y otros Padres de la Iglesia. Esta nueva alianza se nos aplicará en virtud de los méritos redentores de Cristo a través del Bautismo y de los demás Sacramentos de la Iglesia. Ya no se tratará de una alianza basada en la circuncisión, sino que quedará sellada y grabada por Dios Padre en el corazón de los hombres por medio del fuego de amor del Espíritu Santo, derramado gracias a la Redención de Jesucristo. Por eso hemos pedido un corazón puro en el Salmo (Salmo 50).
En la segunda lectura (Heb 5,7-9) y en el Evangelio (Jn 12,20-33) se nos presenta la obediencia ejemplar de Cristo, su aceptación obediente de la Pasión. En ambos textos se observa cómo su naturaleza humana se resiente ante lo que se le viene encima y Jesús humildemente pide con lágrimas, oraciones y súplicas al Padre, “al que podía salvarlo de la muerte” (Heb 5,7), que pase de Él esa hora y le libre de ella. Sin embargo, la acepta de lleno porque es la voluntad del Padre para nuestra Salvación: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,27). Tal oración y actitud de obediencia la observaremos de nuevo, con muy parecidas palabras, en la agonía de Getsemaní: “Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Mt 26,39.42.44; Mc 14,36.39; Lc 22,42). Aquí se nos anuncia ya la agonía del Huerto y asimismo la glorificación plena del Hijo de Dios ante los hombres en la Cruz, en la Resurrección y en la Parusía. ¡Cuánto ejemplo debemos tomar para nuestra vida personal de esta actitud humilde y obediente de Jesús, que acepta con amor la voluntad del Padre y que es un paso para la gloria final! ¡Cuánto nos cuesta sobrellevar las adversidades de la vida, cuando podríamos descubrir en ellas un motivo de santificación!
Jesucristo es el grano de trigo que cae y muere para dar fruto (Jn 12,24). ¿Qué fruto? La nueva vida de la gracia que el Padre derramará por el Espíritu Santo para que nos santifique y nos salve, en virtud de la Redención de Cristo. Jesucristo, ciertamente, nos salva y nos da vida desde la Cruz, atrayendo de este modo a todos los hombres hacia sí (Jn 12,32).
Otro motivo de reflexión es el que nos ofrece la fecha de hoy. Dado que este 25 de marzo ha caído en domingo de Cuaresma, la solemnidad de la Anunciación y Encarnación del Señor se traslada a mañana. Y con esta ocasión, la Iglesia celebra desde hace años la “Jornada por la Vida”. La vida humana es un auténtico don de Dios, como expresó el Beato Juan Pablo II: “El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal” (encíclica Evangelium vitae, 1995, n. 2). Por lo tanto, el cristiano está obligado a defender la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, porque todo ser humano goza de la categoría de persona (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Dignitas personae, 2008, n. 1).
Es sorprendente observar cómo las ideologías de la Modernidad y que pesan sobre nuestra mentalidad, que han querido desterrar a Dios y poner al hombre en el centro de todo, han acabado llevando al más absoluto desprecio de la condición humana. Son ellas las que han generado la llamada “cultura de la muerte” que padecemos, manifestada en la eutanasia, la manipulación genética y el aborto. En el fondo subyace un origen diabólico, pues se quiere enfrentar al hombre con Dios y se termina destruyendo al mismo hombre. Y es que, por el contrario, sólo es posible valorar al hombre como verdadera “corona del mundo”, según lo apreció el P. Francisco de Vitoria conforme a la Tradición cristiana (De potestate civili, n. 2), cuando se parte del reconocimiento de Dios como Creador providente y amoroso.
Una ley no es necesariamente justa por el hecho de estar aprobada por una asamblea parlamentaria. Como enseñó el citado Maestro Vitoria siguiendo a Santo Tomás de Aquino, “la ley sólo obliga a los súbditos en conciencia cuando es justa”, y una de las condiciones para que así lo sea es que esté ordenada al bien común y que no sea contraria a la Ley Natural y al Derecho divino; debe, pues, ser tolerable y razonable (De potestate Papae et Concilii relectio, n. 18; Relectio de temperantia, 13ª concl.). Las leyes, cuando se refieren a temas esenciales y que tocan a principios fundamentales como es la vida humana, no se pueden sustentar en una supuesta demanda social ni en una variable voluntad general, sino que deben atenerse a un recto orden objetivo y superior en el que se inscribe la naturaleza humana. Por lo tanto, quienes ejercen la potestad civil tienen el grave deber moral de proteger la vida de las personas que dependen de ellos y legislar en este sentido. Y nosotros, si somos católicos coherentes, no podremos contentarnos con medidas parciales para limitar el aborto, sino que debemos aspirar a su eliminación total y a que la vida humana quede protegida por el Derecho positivo desde el mismo instante de su concepción, reconociendo jurídicamente la condición de persona al embrión, al feto y a todo ser humano aunque por limitación física o psíquica no goce de la plena posesión de su racionalidad y no tenga conciencia de sí misma.
Lo mismo que la Santísima Virgen María, Madre del Verbo encarnado, quiso triunfar en el Tepeyac sobre los sacrificios humanos de carácter diabólico ofrecidos unos años antes en las pirámides aztecas, pidámosle que hoy venza a la “cultura” o, más bien, a la incultura de la muerte en la que viven inmersos nuestra España y el Occidente.