Querido Fray Miguel:
Cuenta la vida del antiguo monje celta irlandés San Enda, del siglo V-VI († 530), que era un valiente guerrero y rey de clan que llegó a comprender, gracias a su hermana Santa Fanchea, que nada de aquello en lo que había puesto hasta entonces su corazón podría darle la plena felicidad: ni el poder, ni la gloria terrena y la fama, ni un amor humano como el de la chica de la que se había enamorado y acababa de morir. Sólo Dios podría de verdad hacerle del todo feliz. Entonces acabaría abrazando la vocación monástica y fundando un monasterio en la isla de Inishmore, en un ambiente duro y con un clima severo, pero ante el cual él exhortaba a sus monjes diciendo que “no se puede sentir frío en los corazones que arden por el amor de Dios”.
El amor de Dios era la condición esencial que ponía a los candidatos a la vida monástica un verdadero “Padre del Desierto” de nuestro tiempo, el monje copto egipcio Matta el Meskin (1919-2006), impulsor del monasterio de San Macario en pleno desierto de Escete – Wadi el-Natroun: “A quien quiere entrar en el monasterio, yo simplemente le pregunto: ‘¿Amas al Señor?’ Y si él me responde: ‘Sí’, yo le hago otra pregunta más importante: ‘y ¿has sentido que Jesús te ama?’ Si a esta pregunta también responde ‘sí’, entonces puede entrar. En efecto, es el amor del Señor que nos ha reunido y quien conduce día a día nuestra vida: el único objetivo de nuestra vida es el de someternos a la voluntad de Dios por amor a él”.
San Benito exige examinar ante todo esto mismo en el candidato a la vida monástica: “si de veras busca a Dios, si es solícito para la obra de Dios (el Oficio Divino), la obediencia, las humillaciones” (RB 58, 7).
Nuestra vida, querido Fray Miguel, queda vacía de contenido si de ella desplazamos a Dios, si lo dejamos en un lugar secundario, si sustituimos su centralidad y su primacía por otras cosas, otros intereses u otros afectos internos o externos al monasterio, si nos llenamos de sucedáneos sin contenido. Estaremos totalmente equivocados si, como monjes, buscamos fuera de Dios lo que sólo en Dios podemos encontrar. Nada ni nadie será capaz de darnos jamás lo que sólo Dios es capaz de dar: la verdadera paz interior, la alegría espiritual, la felicidad del alma aun en medio de las dificultades y de los sufrimientos, que se han de vivir siempre en clave de cruz redentora, en clave de participación en la obra salvadora de Cristo.
Nuestra vida no es fácil, a pesar de que un monasterio benedictino como el nuestro no ofrezca las austeridades de las islas de la costa occidental de Irlanda ni de los desiertos de arena de Egipto. No es fácil porque exige de uno mismo crecer en el amor de Dios a través de un seguimiento absoluto de Cristo mediante el esfuerzo ascético de las virtudes, en la renuncia de sí mismo por el camino de la humildad y de la obediencia, y que culmina en la imitación y la identificación total con Él en la Cruz. Y los términos “esfuerzo, virtudes, renuncia, humildad, obediencia y cruz” no son hoy precisamente los más populares, quizá incluso entre nosotros mismos. Sin embargo, son los que mejor permiten al hombre perfeccionarse como hombre, mirándose en el Modelo perfecto, “el Hombre Jesucristo” (cf. 1Tim 2,5), que es verdadero Dios y verdadero Hombre y como tal nos da la clave de la perfección humana según la medida de Dios.
Los votos que vas a profesar por tres años son los clásicos de la Tradición monástica: estabilidad, conversión de costumbres y obediencia (RB 58, 17), el segundo de los cuales conlleva la pobreza y la castidad. Porque, ciertamente, abrazas el seguimiento y la imitación de Cristo viviendo los consejos evangélicos: pobreza, obediencia y castidad. Y al hacerlo, quieres llevar a sus últimas consecuencias lo que recibiste a la hora del Bautismo, como nos recuerda San Juan Pablo II: “En la Tradición de la Iglesia, la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el Bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos” (Vita consecrata, 30).
Querido Fray Miguel, te voy a proponer, aplicadas a ti, las siguientes palabras que el Papa Francisco dirigió este verano en el encuentro con religiosos y religiosas en su viaje a Corea: “La firme certeza de ser amado por Dios está en el centro de tu vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si tu testimonio es alegre, atraerás a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad”.
Por mi parte, y teniendo además en cuenta que hoy es sábado, te añado una cosa más: acude siempre a la Santísima Virgen, “mira la Estrella, invoca a María” (San Bernardo), Modelo para todo religioso. Estate seguro de que Ella jamás te fallará.