Querido Fray Miguel:
María proclamó y sigue proclamando en la Iglesia y ante el mundo la grandeza del Señor, como acabamos de escuchar en el Evangelio (Lc 1,39-47). Ella, la Madre de Jesús, permanecía también como Madre de la Iglesia orando junto a los apóstoles y a las santas mujeres, según se ha leído en el libro de los Hechos (Hch 1,12-14). Cuando los monjes cantamos el Magnificat cada tarde en el rezo de Vísperas, cumpliendo la disposición de San Benito en la Regla (RB 17,7-8), tenemos la oportunidad de alabar cotidianamente a Dios con las mismas palabras de María, haciéndolas nuestras y de toda la Iglesia, porque, como sabes bien, la oración de los monjes es oración de intercesión por toda la Iglesia y por todos los hombres. De este modo, obedeciendo al mandato de San Benito para que, al salmodiar, “nuestra mente concuerde con nuestros labios” (RB 19,7) y, lo mismo que como él nos dice, en nuestra oración comunitaria se hallan presentes el Señor y sus ángeles (RB 19,1.5-6), también lo está María, y así rezamos con María y con toda la Iglesia.
A esta labor de oración e intercesión a la que nos entregamos los monjes, viviendo la vocación de los ángeles de alabar, adorar y amar a Dios, y de ser auténticos intercesores entre Dios y los hombres para que Él derrame su amor y su misericordia sobre éstos, nos ha convocado el amor de Dios o, mejor dicho aún, nos ha convocado el Dios que es amor, como lo ha definido el apóstol y evangelista San Juan en la segunda lectura (1Jn 4,7-16). Dios es amor porque, como en el mismo texto se nos descubre, es amor eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo; amor trinitario que se nos comunica por el mismo Espíritu, en virtud de la obra salvadora del Hijo a quien envió el Padre.
La vida del monje, por tanto, es vida de amor, en el amor y para el amor de Dios, y debe, en consecuencia, convertirse a su vez en amor a los hermanos, como nos ha dicho San Juan. El amor es difusivo y comunicativo, porque es don, y ciertamente el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es el Don del Padre y del Hijo. Si el monje bebe de este amor trinitario y llega a sumergirse en él e incluso a transformarse en él, hará partícipes de él a los demás, comunicará a su alrededor ese amor, de tal modo que, como nos pide San Benito, los hermanos ejerciten la caridad fraterna en la comunidad monástica (RB 72,3-8).
Ahora bien, querido Fray Miguel: te dispones a abrazar para toda tu vida los votos monásticos de estabilidad, conversión de costumbres y obediencia (RB 58,17). Quieres vivir para siempre esta vida que tiene su razón de ser en el amor de Dios. Pero debes saber, y ciertamente lo sabes, que la vida del cristiano y muy especialmente la del monje, y más aún si cabe la de quien quiere ser monje en el Valle de los Caídos, es una vida de amor crucificado, que se puede traducir en cierto momento en una auténtica existencia crucificada.
Con esto no quiero desanimarte, sino, muy al contrario, alentarte a abrazar este altísimo y sublime ideal, pues te conozco y sé que te lo puedo proponer sin eufemismos. Es un ideal duro, severo y terrible para una mirada simplemente humana y terrena, inasumible para quien no quiera dejar las cosas del mundo ni a sí mismo, pero precioso y con premio seguro en la vida eterna, además de recibir ya el ciento por uno del amor de Dios en la vida presente, para aquellos que lo quieran dar todo por amor absoluto e incondicional a Cristo (cf. Mt 19,29; Mc 10,29-30; Lc 18,29-30). Porque, como sabes, San Benito nos insta a no anteponer nada al amor de Cristo (RB 4,21; 72,11). Y por eso debes abrazar la vida monástica consciente de que, como asimismo nos dice San Benito, si participas con paciencia en los sufrimientos de Cristo, merecerás compartir también su reino (RB Pról., 50). Al decir de San Juan de la Cruz, “el que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria de Cristo” (Dichos de luz y amor – Puntos de amor, 23).
La renuncia incluso a tus legítimos deseos humanos, la obediencia por la que muchas veces hayas de desistir de tus apetencias, la convivencia fraterna que no deja de tener sus espinas porque los monjes somos humanos, son formas de participar en la cruz de Cristo. Pero además, la gran cruz monumental del Valle nos recuerda el misterio de nuestra existencia: vivir abrazados a la cruz redentora y reconciliadora de Cristo, con la falta de tantas seguridades humanas que podríamos desear, con un mañana incierto y que sólo es confiado a la Providencia divina, con la realidad de ser de algún modo malditos y proscritos, con la posibilidad de ver un día tu nombre y tu fama denigrados, y otros posibles sufrimientos que te enseñarán a crecer aún más en el amor de Cristo, en un amor purificado por la experiencia de la cruz y que, a medida que avance hacia las cumbres de la santidad, pueda llegar a pedir, como San Juan de la Cruz: “Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por Vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco”.
La inmensa cruz del Valle nos recuerda la realidad de una existencia de amor crucificado con Cristo (cf. Gal 2,19) y que puede ser amor crucificado ofrecido especialmente por nuestra España y por la paz entre los españoles, con la conciencia clara de que “España se salvará por la oración”, como prometió el Señor a Santa Maravillas de Jesús a unos pocos kilómetros de aquí. Pero, si inmensa es esta cruz, mira también la imagen de Nuestra Señora del Valle, cuya solemnidad celebramos hoy, y observa en ella algo de lo que puedes extraer una lección: la cruz, en la cual se cifra el misterio de la redención al que estamos llamados a colaborar, está al pie de María y es más pequeña que la Virgen. ¿Qué puedes interpretar de aquí, si quieres? Que las cruces que el Señor te dé para llevar con Él por la salvación de España y del mundo, serán siempre llevaderas si te dejas sostener por la gracia de Dios y por la intercesión de María, a cuyos brazos te animo a lanzarte, para que Ella, como tu Madre celestial, Madre de la Iglesia, Reina de los monjes, Reina de la paz, Reina de España y Señora del Valle, te lleve hasta su Hijo amado para, con el Padre y el Espíritu Santo, vivir eternamente inmerso en el amor del Dios uno y trino, del Dios que es Amor, que te ama y que hoy acoge con sumo agrado tu plena consagración a Él.