¡”Este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo!”, podéis exclamar también vosotros, tanto por ser un día tan esperado, como por la realidad que vais a vivir a través de un acto que reproduce espiritualmente el tránsito de Cristo de la muerte a una vida nueva.
Ya en la culminación de los días de la Pascua del Señor, cuando se han cumplido de nuevo los misterios de su muerte y resurrección, vosotros llegáis ante el altar para llevar a cabo una acción que os va a permitir traducir en vosotros mismos esta realidad pascual. Vuestro itinerario monástico desemboca hoy en un acontecimiento que recuerda tan de cerca el significado cristiano de la Cuaresma y de la Pascua. También vosotros habéis sido elegidos para que se cumplan en vosotros muchas de las palabras y símbolos de la historia del pueblo de Dios en la antigua alianza y que se verifican espiritualmente en la Iglesia y en la vida monástica.
También Dios os ha salido al encuentro y se ha convertido en el centro de vuestra historia personal, os ha tomado de la mano y os ha invitado a que recorráis con Él el camino de vuestra existencia. Y vais a constatar cómo también vosotros vais a ser llevados como sobre alas de águila.
Como los israelitas, por la fe habéis preferido abandonar Egipto (el mundo) y el goce efímero de sus atractivos. Como a ellos, os espera una peregrinación por el desierto, en cuya soledad va a tener lugar el encuentro con Dios, del que seguramente habéis contemplado algo de su gloria, y que os va a alimentar con su maná y con su agua. El maná de la Eucaristía que, como el del desierto, es pan bajado del cielo, a gusto de todos, con mil sabores, como el pan de los ángeles. Y el agua de la palabra que sacia la sed de Dios: “bebían de la Roca espiritual que los seguía, y la Roca era Cristo”. Por eso, habéis empezado a “sacar aguas con gozo de las fuentes de la salvación”, y se ha convertido ya en vosotros en “agua que mana hasta la vida eterna”.
Como al pueblo elegido, El Señor os ha rescatado de las servidumbres de una tierra extranjera, y os ha elegido para que, entre todos los demás, forméis parte del pueblo de su propiedad personal. Porque Él es el “Señor fiel que mantiene su alianza a favor de los que lo aman y guardan sus preceptos” (Dt 7, 6-9)
Nuestra y vuestra respuesta primera a esa fidelidad de Dios consiste en que en nosotros se cumplan las palabras del Apóstol, tantas veces recordadas en la liturgia del tiempo pascual: “hemos muerto con Cristo y llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Cristo para que su vida se manifieste en nosotros”. Nuestra aspiración como monjes, aunque a veces nos veamos lejos de su logro, es vivir enteramente para Cristo, mediante una vida de entrega a su voluntad y a su amor, a fin de que, muriendo con Él, resucitemos y ascendamos también con Él. Nosotros lo expresamos con las palabras de N. P. S. Benito: ‘no anteponer nada al amor de Cristo’. En Él está la fuente viva; Él es nuestro auxilio y escudo.
En estos momentos iniciales de vuestra consagración monástica presentadle cada uno de los días que, desde hoy, se abren ante vosotros para que Él los tome como una ofrenda renovada, para que la purifique y la embellezca, para que complete en ella el peso de su eficacia. Eficacia para la gloria de Dios, para el servicio de la Iglesia y de la humanidad y para vuestro propio mérito, de manera que no se pierda uno solo de esos días y todas ellos glorifiquen al Padre que está en los cielos. Por eso, sed solícitos en recoger cada uno de los fragmentos de vuestra vida y de vuestros días para que no se pierda ni uno sólo, según las palabras del Evangelio. En virtud de la consagración y de la obediencia, que envuelven todos los actos de nuestra vida, nosotros tenemos la posibilidad de que ni un solo momento, ni acción, ni pensamiento se pierdan o queden estériles para nuestro progreso espiritual, para el honor de Dios y el provecho de la Iglesia y de los hombres.
Vais a depositar sobre el altar el texto en que dejáis constancia escrita de vuestra profesión. Es un gesto a través del cual significáis que la ofrenda de vosotros mismos deseáis unirla a la oblación que Cristo hace de Sí mismo en el sacrificio eucarístico para la gloria del Padre y para perpetuar su acción redentora. Por su parte es una oblación diaria por la que reitera su entrega al Padre ‘para la vida del mundo’, lo que en vosotros, según el sentido profundo de la profesión del monje, se traduce en el ofrecimiento perpetuo de vuestra existencia para que en ella se produzca esa transformación de la antigua vida a la nueva vida en Cristo, y en ella produzcáis frutos de santidad y de salvación para los hombres.
Es la invitación que nos hace San Pablo: “os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos según una nueva mentalidad para saber discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo conveniente, lo que le agrada” (Rom 12, 1-2), de manera que ya no viváis para vosotros sino para Aquel que por todos murió y resucitó.
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Será así, por vuestra parte, si siguiendo el camino de la Santa Regla, entregáis plenamente vuestra vida a la búsqueda de Dios y al seguimiento de Cristo, tras los pasos de la multitud de monjes que os han precedido. Entonces, como acabamos de escuchar en la lectura del diácono, también vuestra vida se convertirá en ese anuncio al mundo entero del Evangelio y de la resurrección.