Queridos P. Eufrasio y P. Primitivo, querida Comunidad y queridos hermanos en el Señor:
Celebrar 70 años de profesión monástica es un motivo de inmensa alegría para los monjes que los cumplen y para toda su comunidad, porque constituye un testimonio de fidelidad a la vocación que un día abrazaron: que ya iniciaron siendo aún niños y a ella se comprometieron muy jóvenes. Nuestro querido P. Primitivo padece una enfermedad que limita sus capacidades, pero el Señor sabrá cómo bendecirle especialmente con su gracia en este día, tal vez ahondando más en él la infancia espiritual que tanta ternura nos suscita. Tenemos presente hoy además al P. Mariano Palacios, que permaneció en la Abadía de Santo Domingo de Silos aunque sería prior administrador de la nuestra durante un tiempo, y que en aquel 12 de marzo de 1945 emitió junto con nuestros dos monjes los votos monásticos. Recordamos asimismo a los que ya han partido de este mundo y pedimos al Señor que los haya acogido en el Cielo.
En aquel Silos austero de la posguerra, la vida no era nada fácil, pero se vivía con ilusión, como en líneas generales sucedía en otros ámbitos de la sociedad. En nuestros días, sin embargo, ocurre lo contrario: los hombres y los propios monjes tenemos de todo, pero con frecuencia hemos perdido la esperanza. Es algo que nos debería hacer recapacitar acerca del verdadero valor de las cosas materiales y del sentido auténtico de la vida, como insistía muchas veces San Gregorio Magno, a quien antes de la última reforma litúrgica se celebraba el 12 de marzo.
San Gregorio Magno fue el primer Papa-monje y el biógrafo de San Benito: de ese San Benito al que el P. Eufrasio ha dedicado el último de sus libros. Y siguen siendo de actualidad las enseñanzas de San Benito y el proyecto de vida que propuso a los monjes, que fundamentalmente se resume en la búsqueda de Dios siguiendo a Jesucristo en la observancia de los tres votos monásticos propuestos en la Santa Regla. Estos votos no son reminiscencias del pasado, sino valores intemporales y compromisos que nos conducen hacia la vida eterna: la estabilidad, la conversión de costumbres y la obediencia (RB LVIII, 17).
La estabilidad es uno de los grandes valores que la vida monástica puede transmitir al mundo de hoy, a este mundo del cambio constante, de la inquietud permanente, del disgusto continuado con uno mismo, de la insatisfacción más completa ante la vida. El Papa Francisco ha señalado en varias ocasiones que hoy impera una “cultura de lo provisional”, de la carencia del compromiso definitivo por una opción, de la inestabilidad. Él mismo ha invitado a ir contracorriente y romper esta dinámica, apostando por una elección de por vida. Así, el voto benedictino se fundamenta en una experiencia fructífera de siglos y a la vez rompe con todos los moldes de un mundo que parece buscar su propio suicidio por una inestabilidad constante, pero que en el fondo es aquella tentación de la acedia que los Padres del Desierto supieron detectar con sabia discreción y combatir con firmeza interior ya en el siglo IV.
La conversión de costumbres, por su parte, nos exige vivir con entrega absoluta los compromisos de la vida monástica: abrazar nuestra vocación, renunciar al mundo y a nosotros mismos, asumir las observancias grandes y pequeñas de lo que debe ser nuestro estilo de vida, aceptar la carencia de la propiedad personal y amar la virginidad del celibato consagrado para pertenecer sólo a Dios.
En fin, la obediencia es el termómetro de las virtudes, es la clave que nos permite conocer el estado de nuestra humildad, que San Benito considera a su vez como la virtud fundamental del monje (RB VII). Llega a decir que “el primer grado de humildad es la obediencia sin demora”, “propia de quienes nada estiman más que a Cristo” (RB V, 1-2). Cuando falla la obediencia, falla todo. Esto es algo difícil de asumir para el hombre de nuestro tiempo, embebido de un sentimiento liberal de total autonomía e independencia. Sin embargo, sabemos que en realidad nada podemos sin Dios y que necesitamos de Él: en consecuencia, como dice San Benito, “la obediencia que se presta a los superiores, se presta a Dios” (RB V, 15), y es el mismo Cristo quien nos ha enseñado una obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz (Flp 2,8).
Que Santa María, Reina de los monjes, y Nuestro Padre San Benito sigan llevando a nuestros queridos PP. Eufrasio y Primitivo y a todos nosotros hasta la meta que él nos propuso: que perseverando en la vida monástica hasta la muerte y participando de los sufrimientos de Cristo, merezcamos compartir también su reino (RB Pról., 50).