Querido P. Juan Pablo, querida Comunidad y queridos hermanos en el Señor:
Celebrar hoy la profesión jubilar de 25 años o bodas de plata de los votos monásticos está envuelto en una belleza entrañable, porque tiene lugar en el día que la Iglesia festeja el Dulce Nombre de María y cuya memoria litúrgica hemos recuperado en nuestro monasterio muy recientemente. En el prefacio que se va a cantar, dirigiéndonos a Dios Padre, diremos que “en el nombre de Jesús se nos da la salvación”, “pero has querido, con amorosa providencia, que también el nombre de la Virgen María estuviera con frecuencia en los labios de los fieles”, quienes la contemplan confiados como estrella luminosa y madre en los peligros.
Ciertamente, los nombres de Jesús y de María están íntimamente unidos, porque el Salvador nos vino por medio de María y Él la asoció como la primera Colaboradora en la Redención. Y estos nombres están especialmente unidos en la vida de un monje, cuya dedicación a la alabanza divina y a la contemplación de los misterios celestiales le conduce a bendecir los nombres de Jesús y de María, en los cuales encuentra su refugio, su consuelo y su fuerza. En toda la tradición monástica hay abundantes exhortaciones a invocar estos nombres con la esperanza de obtener su auxilio. Así, entre los monjes del Oriente cristiano, la oración de Jesús, la oración del corazón, se fundamenta en la invocación constante del nombre de Jesús, reproduciendo la oración del ciego Bartimeo, porque sólo Jesús puede apiadarse del pecador arrepentido que le suplica ser escuchado por Él. Y esto lleva a la conciencia de la presencia de Jesús en todos los momentos de la vida del monje, a la meditación de sus palabras y sus obras, a la contemplación del Señor Jesucristo.
Pero, junto a Jesús, está María. Ambos nombres tienen incluso una sonoridad marcada por la dulzura que, en los oídos y en los labios del cristiano y más si cabe en los del monje, le comunican paz y alegría. San Bernardo, modelo de monje y abad, tiene un precioso elogio del nombre de María que hemos leído esta mañana en el Oficio de Lectura, donde incide en el significado atribuido a este nombre como “estrella del mar” y la denomina “la estrella más brillante y más hermosa”, “cuya luz se difunde al mundo entero, cuyo resplandor brilla en los cielos y penetra en los abismos”, “vigoriza las virtudes y extingue los vicios”. Por eso nos anima a que, en medio de las tormentas y de los naufragios de esta vida, en medio de las tentaciones y de las tempestades de los vicios o cuando nos veamos arrastrados contra las rocas del abatimiento, acudamos al nombre de María: “mira la estrella, invoca a María” (Homilía II en alabanza de la Virgen Madre, 17).
La vida del monje, y lo sabe bien quien cumple ya 25 años de profesión de sus votos, tiene que atravesar momentos como éstos a los que alude San Bernardo y en los que el recurso a Jesús y a María es el sustento sólido de una vocación de entrega absoluta a Dios. Las tentaciones y las tempestades que acucian en la vida de cualquier persona no están ausentes, ni mucho menos, en la vida del monje. Incluso, si cabe, quizá lo zarandeen más, porque el demonio lucha siempre con el mayor ímpetu tratando de hacer desistir de su propósito a las almas consagradas. Pero los nombres de Jesús y de María, en esas dificultades, son los que conducen también hacia la luz de la contemplación, que es el fin de la vida del monje: la unión con Dios, unión transformante en el amor. La vida del monje se convierte entonces, de la mano de Jesús y de María, en un testimonio ante el mundo, en un testimonio luminoso, que bebe del nombre de salvación que es Jesucristo y del nombre de la estrella que es María.
Jesús y María deben ser el fundamento espiritual que sustente el desarrollo de las cualidades y virtudes que Dios da a cada persona y a cada monje en particular. Y así, entre las que Dios ha otorgado a nuestro P. Juan Pablo, se encuentran una llamada especial al estudio, que es una labor secular en la historia del monacato, y de un modo más especial aún la dedicación al estudio de la historia de la Iglesia y de la sagrada liturgia, que es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y donde se encuentra la fuente y el culmen de la vida de la Iglesia, como enseña el Concilio Vaticano II (Sacrosanctum Concilium, nn. 7 y 10). Vivida desde el amor a Jesús y María y engarzada con las otras tareas del día a día en la vida de la comunidad monástica y al servicio de ella, esta dedicación puede y debe ser vehículo para la salvación eterna y la santidad, porque en ella el monje no habrá de buscar un brillo externo que no podrá llevarse a la sepultura, sino que el fin procurado debe ser siempre el crecimiento personal en la vida interior, un mayor conocimiento y amor de Dios, y el bien de la Iglesia y de las almas. No podemos olvidar, por otra parte, que tu vocación nació en el seno de la Escolanía, a la que también has dedicado una atención importante y donde sin duda comenzó también ese amor al canto gregoriano y a toda la música sacra que alimenta asimismo tu dedicación al estudio de la liturgia.
En fin, que el Dulce nombre de María, la “Estrella del mar”, sea en todo momento luz y guía en tu vida monástica y, unido al santo nombre de Jesús, se convierta en la meta de todos tus deseos y aspiraciones. Que Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, te descubra el misterio sublime de la Santísima Trinidad y que María, verdadera Madre de Dios, te introduzca en el amor de su Hijo y de la excelsa Trinidad, para que la misma Trinidad divina habite en tu alma durante la vida presente y finalmente puedas contemplarla eternamente.