Queridos hermanos:
Tradicionalmente, la Iglesia ha celebrado en este día tres aspectos de una misma fiesta, conforme a la lectura del Evangelio (Lc 2,22-40): la Presentación del Señor en el Templo, la Purificación de la Santísima Virgen María y la Candelaria o Fiesta de Simeón, caracterizada por la procesión de las candelas.
En la Presentación del Señor y la Purificación de María, contemplamos la humildad y la obediencia de Jesús, recién nacido, y de su Santísima Madre, virtudes manifestadas en la observancia fiel de los preceptos de la Ley dada a Moisés. Desde el Éxodo de Egipto, todo primogénito varón hebreo debía ser presentado y redimido en el Templo a los cuarenta días de su nacimiento para quedar consagrado a Dios y la madre debía someterse al rito de la purificación (Ex 13). Pero aquí está lo sorprendente: ¡el Hijo de Dios es presentado al mismo Dios, y su Madre, exenta del pecado original y de cualquier pecado, siendo Ella toda pura, se somete obedientemente a la Ley de Dios!
En cuanto a la profecía del anciano Simeón y de la profetisa Ana, no podemos pasar por alto que la Iglesia recita desde antiguo las palabras de Simeón en el rezo de las Completas al final del día: el Nunc dimittis (Lc 2,29-32). Y en estas palabras se nos presenta a Cristo como lumen Gentium: “luz de las gentes”, “luz de las naciones”, la luz que alumbra a todos los pueblos gentiles de la tierra, además de ser la gloria de Israel, el pueblo escogido por Dios desde el principio. Ciertamente, Él es la única y verdadera luz que nos puede iluminar a los hombres, la luz enviada por el Padre, “irradiación esplendorosa de la eterna luz” (Sab 7,25; Heb 1,3), “la luz del mundo” (Jn 8,12).
La Iglesia celebra también hoy la jornada de la vida consagrada, de la vida de entrega absoluta a Dios. San Juan Pablo II recordó que la vida de quien se ha consagrado a Dios supone una existencia “cristiforme” (Vita consecrata, n. 14), modelada según Jesucristo, abrazada a Él e identificada con Él. Los consagrados, por tanto, no podemos sustituir a Jesucristo por otras cosas. Nuestro verdadero Maestro deberá ser Jesucristo, y Jesucristo crucificado, si queremos que Él nos lleve a la gloria; porque no habrá triunfo sin cruz.
Pidamos al Señor que suscite en la Iglesia jóvenes deseosos de entregarse sin reservas y por completo a Él, de consagrar sus vidas a Él, de convertirle en el centro de todo, tal como nos exhorta San Benito a los monjes: “No anteponer nada al amor de Cristo!” (RB IV, 21 y LXXII, 11). Hacen falta respuestas generosas a la llamada de Dios y superar los miedos a la vocación religiosa, sabiendo que sólo Dios llena el alma y la vida completa del ser humano, como nadie ni nada es capaz de hacerlo. ¡Qué alegría cuando un joven escucha la llamada de Jesús a dejarlo todo por Él y se lo entrega todo!
En fin, miremos a Jesús presentado en el Templo y a su Madre, la gran consagrada a Dios, la toda pura, para que sean siempre nuestro modelo.