Queridos hermanos:
En la solemnidad de Pentecostés que hoy celebramos, recordamos cómo el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles a los cincuenta días de la Resurrección de Jesucristo, infundiéndoles luz y fuerza para anunciar al mundo sin miedo sus enseñanzas y su salvación, según hemos escuchado en la lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,1-11). Por eso sabemos que el Espíritu Santo es quien guía, alienta y santifica la vida de la Iglesia después de la Ascensión del Señor a los Cielos, como nos ha expuesto San Pablo en la primera carta a los Corintios al hablar de la diversidad de dones, servicios, funciones y carismas que Él suscita para el bien común de la Iglesia (1Cor 12,3b-7.12-13).
Y sin embargo, ¡cómo ignoramos los católicos con frecuencia al Espíritu Santo! Con mucha razón, un gran teólogo dominico español fallecido hace unos pocos años, el P. Royo Marín, le denominó “el Gran Desconocido” en un libro que dedicó a la tercera persona de la Santísima Trinidad. Sin embargo, los cristianos orientales son grandes devotos del Espíritu Santo y son muy conscientes de su acción eficaz en la vida de la Iglesia y en los sacramentos.
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo según profesamos en el Credo, es igualmente enviado por el Padre y por el Hijo para vivificar la Iglesia y para dar vida espiritual en nuestras almas. Es el Amor que une al Padre y al Hijo y es el Don, el regalo que ellos nos hacen, que nos dan, para que nos llene de vida y de santidad. Es el Fuego que enciende nuestras almas en el amor de Dios para conducirnos hasta el Cielo. Es el Paráclito, el Abogado, el Defensor que Jesús nos ha prometido al volver Él junto al Padre: “el Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26). En la aparición recogida en el Evangelio de hoy (Jn 20,19-23), Jesús concedió ya el Espíritu Santo a los Apóstoles, pero no lo recibirían en plenitud hasta el día de Pentecostés, como hemos visto en la primera lectura.
Necesitamos acudir a este “dulce huésped del alma” que es el Espíritu Santo, según lo hemos invocado en la secuencia antes del aleluya. Necesitamos rogarle que nos conceda sus siete dones, esos siete regalos que nos da para que seamos dóciles a sus propias inspiraciones para elevarnos hasta Dios y asemejarnos a Él: son los dones de sabiduría, de inteligencia o entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor de Dios. Debemos pedir estos dones, que son disposiciones permanentes que nos hacen dóciles para seguir los divinos impulsos del Espíritu Santo.
¡Cuántas veces, hermanos, no somos conscientes de la riqueza interior a la que Dios nos llama! Nosotros nos aferramos a las cosas de la tierra, a las riquezas materiales, al bienestar temporal, y con harta frecuencia despreciamos o ignoramos la vida espiritual, que es la verdaderamente importante. Nada nos vamos a llevar de este mundo al otro cuando muramos. Y sin embargo, el Espíritu Santo nos quiere introducir en la más íntimo y profundo de la vida de Dios, en la vida de amor existente entre las tres divinas personas de la Santísima Trinidad.
Oremos al Espíritu Santo, pidámosle que nos conceda sus siete dones, que haga efectivos en nosotros sus frutos, que nos permita conocerle mejor a Él mismo y conocer mejor al Padre y al Hijo, que nos aliente el deseo del Cielo y el ansia de penetrar en la vida trinitaria. Pidamos también al Espíritu Santo que nos haga ser conscientes de que Él suscita la santidad de la Iglesia y de que Él hace realidad lo que se celebra en los sacramentos y que éstos sean eficaces para nuestras almas. Advirtamos que, cuando en esta Santa Misa tenga lugar la consagración, Él va a descender sobre las especies del pan y del vino para que se transformen realmente en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Y tomemos conciencia de que, si recibimos la Comunión en las debidas condiciones, Él va a hacer que fructifique en nosotros este alimento espiritual, haciendo que, como decía San Agustín, nos transformemos en aquello mismo que recibimos, es decir, en Jesucristo Nuestro Señor.
Momentos muy adecuados para pedir la luz y la fuerza al Espíritu Santo son, por ejemplo: cuando un sacerdote se dispone a confesar, cuando una persona debe dar un consejo, cuando tenemos un problema que no sabemos cómo resolver, cuando vamos a estudiar o a redactar algo, cuando nos asalta una tentación, etc.
Que María Santísima, que estaba presente con los Apóstoles el día de Pentecostés, nos ayude a conocer mejor al Espíritu Santo para progresar con provecho en nuestra vida espiritual penetrando en el misterio de Dios. Pidámosle también que Ella ruegue para que el Espíritu Santo fortalezca a los cristianos perseguidos, por los que la Iglesia española ha venido orando especialmente durante esta semana.