Queridos hermanos:
El nombre de Pentecostés, la solemnidad que hoy celebramos, hace referencia a los cincuenta días después de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, pues fue al cabo de ese tiempo cuando, estando reunidos los Apóstoles, el Espíritu Santo descendió sobre ellos para infundirles luz y fuerza. De este modo, vencido su miedo anterior, se vieron reconfortados y salieron enardecidos a anunciar el Evangelio a todo el mundo, como se ha leído en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,1-11). Es el Espíritu Santo quien guía, alienta, vivifica y santifica la Iglesia después de la Ascensión del Señor a los Cielos, según San Pablo nos ha explicado en la primera carta a los Corintios al hablar de la diversidad de dones, servicios, funciones y carismas que Él suscita (1Cor 12,3b-7.12-13).
Como profesamos al rezar el Credo, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Y Él es igualmente enviado por el Padre y por el Hijo para vivificar la Iglesia y para dar vida espiritual en nuestras almas. Es el Amor que une al Padre y al Hijo y es el Don, el regalo que ellos nos hacen, que nos dan, para que nos llene de vida y de santidad. Es el Fuego que enciende nuestras almas en el amor de Dios para conducirnos hasta el Cielo. Es el Paráclito, el Abogado, el Defensor que Jesús nos ha prometido al volver Él junto al Padre: “el Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).
Necesitamos acudir a este “dulce huésped del alma” que es el Espíritu Santo, según lo hemos invocado en la secuencia antes del aleluya. Tristemente, pocos cristianos son conscientes de esta verdad sublime: la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, habitan en nuestra alma si permanecemos en gracia de Dios, sin pecado mortal. El Espíritu Santo se hospeda en nuestra alma y con Él juntamente también el Padre y el Hijo, según lo anunció Jesús: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Esta maravilla es la “inhabitación trinitaria en el alma”, fuente inagotable de vida interior, de vida en Dios, de vida inmersa en la misma vida de Dios. El Espíritu Santo nos quiere introducir en la más íntimo y profundo de la vida de Dios, en la vida de amor existente entre las tres divinas personas de la Santísima Trinidad, pues el Espíritu Santo es el Amor del Padre y del Hijo.
Debemos pedir al Espíritu Santo que nos inunde con sus siete dones, concedidos para que seamos dóciles a sus propias inspiraciones para elevarnos hasta Dios y asemejarnos a Él. Son disposiciones permanentes que nos hacen dóciles para seguir los divinos impulsos del Espíritu Santo. Como el Catecismo nos recuerda, son los dones de sabiduría, inteligencia o entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Y junto a estos siete dones, no olvidemos los doce frutos del Espíritu Santo, que son primicias de la vida eterna: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad o perseverancia, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.
En consecuencia, San Juan de la Cruz ofrece una comparación bellísima en el Cántico espiritual cuando emplea la imagen del austro o ábrego, el viento apacible que trae lluvias y hace germinar la vegetación y abrir las flores, para referirla a la acción del Espíritu Santo en el alma enamorada de Cristo, y dice así que, “cuando este divino aire embiste en el alma, de tal manera la inflama toda, y la regala y aviva, y recuerda la voluntad y levanta los apetitos, que antes estaban caídos y dormidos en el amor de Dios, que se puede bien decir que recuerda los amores de él y de ella”, aspirando por el huerto del alma para producir su perfeccionamiento en las virtudes (canción XVII).
El Espíritu Santo suscita la santidad de la Iglesia y hace realidad lo que se celebra en los sacramentos y que éstos sean eficaces para nuestras almas. Así, cuando en la Santa Misa que estamos celebrando tenga lugar la consagración, Él va a descender sobre las especies del pan y del vino para que se transformen realmente en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Y si recibimos la Comunión en las debidas condiciones, hallándonos en estado de gracia sin pecado mortal, Él hará que fructifique en nosotros este alimento espiritual, haciendo que, como decía San Agustín, nos transformemos en Jesucristo.
Hay situaciones muy adecuadas para pedir la luz y la fuerza al Espíritu Santo. Por ejemplo: cuando un sacerdote se dispone a confesar, cuando una persona debe dar un consejo, cuando tenemos un problema que no sabemos cómo resolver, cuando vamos a estudiar o a redactar algo, cuando nos asalta una tentación, etc.
En fin, que María Santísima, que estaba presente con los Apóstoles el día de Pentecostés, nos ayude a conocer mejor al Espíritu Santo para avanzar en nuestra vida espiritual y penetrar en las honduras del misterio de Dios.