Queridos hermanos:
A los cincuenta días de la Resurrección del Señor, celebramos hoy la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, según les había prometido Jesús y hemos escuchado en el relato de los Hechos (Hch 2,1-11). En el día de Pentecostés, estando reunida la Iglesia naciente con María, recibieron su luz y su fuerza para salir a predicar el Evangelio.
La plena revelación del Espíritu Santo, como todo el misterio trinitario, tiene lugar en el Nuevo Testamento, pero ya en el Antiguo se anuncia y la Iglesia ha sabido comprenderla en numerosas referencias. La primera de ellas aparece al inicio del Génesis, cuando se dice que “el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gen 1,2). El “Espíritu de Dios” es además el que inspira a los profetas: de hecho, en el Credo decimos que el Espíritu Santo “habló por los profetas”.
El Espíritu Santo obró en la Virgen María la Encarnación del Hijo de Dios (Lc 1,35) y es quien guía a Jesucristo en su misión mesiánica, como se ve desde el momento en que le conduce al desierto (Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,1) y según Él mismo afirma al cumplirse sobre sí la profecía de Isaías de que el Espíritu se posará en el Mesías (Lc 4, 16-21; cf. Is 61,1-3). Jesús revela el misterio trinitario, que se manifiesta ya en el Bautismo, donde se hacen presentes las tres divinas personas. En el diálogo con Nicodemo, enseña que es el principio del nuevo nacimiento, del bautismo que Jesús trae de agua y de Espíritu Santo (Jn 3,3.5-6); el propio Hijo da el Espíritu Santo con abundancia, porque lo posee en plenitud dado por el Padre (Jn 3,34). Es el Don del Padre y del Hijo, que se nos dará a nosotros cuando sea glorificado el Hijo, manando de Él ríos de agua viva (Jn 7,37-39).
El Espíritu Santo, enviado del Padre y del Hijo (cf. Jn 15,26), alienta, vivifica y santifica a la Iglesia en el tiempo que va de la Ascensión de Jesucristo a los cielos hasta la Parusía, su segunda venida gloriosa al final de los tiempos. Por eso, como ha expuesto San Pablo en la primera carta a los Corintios, suscita la diversidad de dones, servicios, funciones y carismas para el bien común de la Iglesia (1Cor 12,3b.7.12-13).
Sin embargo, queridos hermanos, es triste constatar que a buen número de cristianos se les podría aplicar lo que dijeron unos discípulos a San Pablo en Éfeso: “Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo” (Hch 19,2). Lamentablemente, la devoción al Espíritu Santo de muchos cristianos en Occidente suele ser muy tenue y en ocasiones incluso nula. Parece que nos resulta la persona más desconocida de la Santísima Trinidad. Pero es Él quien hace posible, no sólo la vida y la santidad de la Iglesia, sino la propia vida espiritual y la santificación de cada creyente. Como nos enseña San Pablo en la carta a los Romanos, por el Espíritu Santo recibimos la adopción filial de Dios, somos hechos hijos adoptivos de Dios en su Hijo unigénito, Jesucristo, de tal forma que podemos llamar Padre a Dios y somos coherederos de Dios con Cristo (Rm 8,14-17).
El Espíritu Santo mora en nosotros y está en nosotros (cf. Jn 14,17) cuando nos encontramos limpios de pecado mortal, cuando nos hallamos en estado de gracia. Y Él hace posible que habite en nuestra alma la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el mismo Espíritu Santo. Jesús lo anunció a los apóstoles: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23); “Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17). San Pablo nos advierte que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en nosotros y lo hemos recibido de Dios, gracias a haber sido rescatados por el precio de la Sangre de Cristo (1Cor 6,19-20). En consecuencia, el Espíritu Santo hace posible en nosotros la vida divina, la vida de la gracia; hace posible que el Padre, el Hijo y el mismo Espíritu habiten en nuestra alma. Ésta es la inhabitación trinitaria en el alma, que es fuente inmensa de vida espiritual para el cristiano consciente de tal maravilla. Por eso, como se ha cantado en la secuencia del Veni Sancte Spiritus, llamamos al Espíritu Santo “dulce huésped del alma”.
Es preciosa la comparación que San Juan de la Cruz realiza en su Cántico espiritual cuando emplea la imagen del austro o ábrego, del viento apacible que trae lluvias y hace germinar la vegetación y abrir las flores, para referirla a la acción del Espíritu Santo en el alma enamorada de Cristo, pues, “cuando este divino aire embiste en el alma, de tal manera la inflama toda, y la regala y aviva, y recuerda la voluntad y levanta los apetitos, que antes estaban caídos y dormidos en el amor de Dios, que se puede bien decir que recuerda los amores de él y de ella”, aspirando por el huerto del alma para producir su perfeccionamiento en las virtudes (canción XVII).
Quiero por último recordar que en estos días se está debatiendo una proposición de ley para instaurar la eutanasia en España. No podemos decir otra cosa sino que es una forma de suicidio asistido e incluso en ocasiones de homicidio impuesto, y es lamentable que esto se plantee en nombre del progreso después de casos tan crueles como el de los niños Charlie Gard y Alfie Evans en Inglaterra. Sólo Dios es el Señor de la vida, y la vida es un don dado por Él; y el sufrimiento y la enfermedad, contemplados desde el misterio de la Cruz, encuentran un sentido redentor para el cristiano. Pidamos al Espíritu Santo, Espíritu de fortaleza, que dé valor a los pastores de la Iglesia para no callarse ante esta situación y que Él mismo, Espíritu de verdad y de vida, ilumine a los legisladores para defender la vida humana en vez de optar por una incultura de la muerte y del descarte.
Que María Santísima, que estaba presente con los Apóstoles el día de Pentecostés, nos ayude a conocer mejor al Espíritu Santo para progresar en nuestra vida espiritual penetrando en el misterio de Dios.