Queridos hermanos:
Como sabéis, el nombre de origen griego con que denominamos la solemnidad de hoy, “Pentecostés”, hace referencia a los cincuenta días transcurridos desde la Resurrección del Señor hasta la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura, tomada del libro de los Hechos (Hch 2,1-11). Con este acontecimiento, a partir del cual los Apóstoles recibieron luz y fuerza para anunciar el Evangelio por el mundo, consideramos que comenzó propiamente la vida de la Iglesia, que nuestro Señor Jesucristo instituyó sobre la roca firme de los mismos Apóstoles y con Pedro a la cabeza. En efecto, Él prometió enviar al Paráclito, al Espíritu Santo, que había descendido sobre Él mismo el día de su Bautismo en el Jordán, y en la Cruz exhaló el espíritu para comunicarnos también el Espíritu Santo; igualmente, en el relato del Evangelio hemos escuchado cómo, apareciéndose a los Apóstoles después de resucitar, les comunicó el Espíritu Santo y les dio el poder de absolver y de retener los pecados (Jn 20,19-23).
Es ciertamente el Espíritu Santo quien guía, alienta y santifica la vida de la Iglesia después de la Ascensión del Señor a los Cielos, como nos ha expuesto San Pablo en la primera carta a los Corintios al hablar de la diversidad de dones, servicios, funciones y carismas que Él suscita para el bien común de la Iglesia (1Cor 12,3b-7.12-13). Y sin embargo, ¡cómo ignoramos la acción de la tercera persona de la Santísima Trinidad! Un gran teólogo dominico español fallecido hace unos años, el P. Royo Marín, le denominó “el Gran Desconocido”, porque tristemente muchas veces no somos conscientes de la importancia de su acción en el alma y en el conjunto de la Iglesia. Por el contrario, los cristianos orientales son grandes devotos del Espíritu Santo y ellos sí son muy conscientes de su acción eficaz en la vida de la Iglesia y en los sacramentos.
El Espíritu Santo, que es el Amor y el Don del Padre y del Hijo, pues el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu Santo, es enviado igualmente por el Padre y por el Hijo para vivificar la Iglesia y para comunicar la vida espiritual en nuestras almas, introduciéndonos en el seno mismo de la vida divina, en esa corriente infinita de amor intratrinitario, del amor entre las tres divinas personas. Por eso se dice también que Él es el Fuego que enciende nuestras almas en el amor de Dios para conducirnos hasta el Cielo. Es además el Paráclito, el Abogado, el Defensor que Jesús nos ha prometido al volver Él junto al Padre y que nos enseñará todo lo referente a Dios y a la vida espiritual (Jn 14,26).
En la Edad Media se compusieron algunas piezas de gran belleza en honor del Espíritu Santo. Así, en la secuencia que hoy se ha cantado, se le reconoce como Espíritu divino, Padre amoroso del pobre, Don, Luz que penetra las almas y Fuente del mayor consuelo. Se le llama igualmente “dulce huésped del alma”, y ciertamente deberíamos ser conscientes de esta realidad: si permanecemos en gracia de Dios, sin pecado mortal, el Espíritu Santo se hospedará en nuestra alma y con Él juntamente también el Padre y el Hijo, según lo anunció Jesús: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Esta maravilla, conocida como “inhabitación trinitaria en el alma”, debería ser para nosotros una fuente inagotable de vida interior, de vida en Dios, de vida inmersa en la misma vida de Dios, hasta el punto de que alcanzáramos la unión transformante del alma en Dios, de la que nos hablan los grandes místicos. Lo cual, no lo olvidemos, siempre es gracia, siempre es don, porque es don del mismo Don de Dios, esto es, del Espíritu Santo.
Pidamos al Espíritu Santo que nos inunde con sus siete dones, concedidos para que seamos dóciles a sus propias inspiraciones para elevarnos hasta Dios y asemejarnos a Él. Si recordamos lo que deberíamos haber aprendido en el Catecismo, son los dones de sabiduría, de inteligencia o entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor de Dios. Son disposiciones permanentes que nos hacen dóciles para seguir los divinos impulsos del Espíritu Santo.
Queridos hermanos: oremos al Espíritu Santo, pidámosle que nos conceda sus siete dones, que haga efectivos en nosotros sus frutos, que nos permita conocerle mejor a Él mismo y conocer mejor al Padre y al Hijo, que nos aliente el deseo del Cielo y el ansia de penetrar en la vida trinitaria. Pidámosle que nos haga ser conscientes de que Él suscita la santidad de la Iglesia y de que Él hace realidad lo que se celebra en los sacramentos y que éstos sean eficaces para nuestras almas. Hay momentos que resultan muy adecuados especialmente para pedir la luz y la fuerza al Espíritu Santo: así, cuando una persona debe dar un consejo, cuando tenemos un problema que no sabemos cómo resolver, cuando vamos a estudiar o a redactar algo, cuando nos asalta una tentación, cuando un sacerdote se dispone a confesar, etc. Con una sencilla jaculatoria invocando al Espíritu Santo podemos pedirle luz y fuerza.
Que María Santísima, que estaba presente con los Apóstoles el día de Pentecostés, nos ayude a conocer mejor al Espíritu Santo para progresar con provecho en nuestra vida espiritual penetrando en el misterio de Dios. Y pidámosle también que Ella ruegue para que el Espíritu Santo fortalezca a los cristianos perseguidos, especialmente en estos días a los coptos de Egipto, entre quienes la devoción al Espíritu Santo y a la Virgen María ocupa un lugar muy importante.