Queridos hermanos:
La solemnidad de Pentecostés, conocida a veces antiguamente como “Pascua del Espíritu Santo”, nos lleva a recordar y celebrar de un modo especial lo que sucedió a los cincuenta días de la Resurrección de Jesucristo, según hemos escuchado en la lectura de los Hechos de los apóstoles (Hch 2,1-11): el momento en que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, infundiéndoles luz y fuerza para anunciar al mundo entero sus enseñanzas y su salvación. En ese momento, la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, estaba con ellos.
Jesús se lo había prometido a los apóstoles en el discurso de despedida antes de sufrir la Pasión: “Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. […] Mora en vosotros y está en vosotros” (Jn 14,16-17). “El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26). Él haría posible que los apóstoles dieran testimonio de Cristo (Jn 15,26-27).
Por lo tanto, el Espíritu Santo acompaña, sostiene y alienta a la Iglesia en su caminar en el tiempo que va de la Ascensión de Jesucristo a los cielos hasta la Parusía, su segunda venida gloriosa al final de los tiempos. El Espíritu Santo es quien vivifica y santifica la Iglesia como enviado del Padre y del Hijo (cf. Jn 15,26). Por eso, como ha expuesto San Pablo en la primera carta a los Corintios, Él suscita la diversidad de dones, servicios, funciones y carismas para el bien común de la Iglesia (1Cor 12,3b-7.12-13). En la aparición recogida en el Evangelio de hoy (Jn 20,19-23), Jesús concedió ya el Espíritu Santo a los Apóstoles, pero no lo recibirían en plenitud hasta el día de Pentecostés.
Según profesaremos al rezar el Credo, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Como sabemos, es la tercera persona de la Santísima Trinidad; es el Amor que une al Padre y al Hijo; es el Don, el regalo que ellos nos hacen, que nos dan, para que nos llene de vida y de santidad. Es el Fuego que enciende nuestras almas en el amor de Dios para conducirnos hasta el Cielo. Es el Paráclito, el Abogado, el Defensor que Jesús nos ha prometido al volver Él junto al Padre. Por eso el Espíritu Santo recibe todos esos nombres, como se reconoce en los bellísimos himnos a Él dedicados y en la secuencia que se ha cantado antes del aleluya.
Lamentablemente, nuestra devoción al Espíritu Santo suele ser muy tenue, muy escasa, y en ocasiones incluso nula. Parece que nos resulta la persona más desconocida de la Santísima Trinidad, la más lejana, la más abstracta. Y sin embargo, Él es quien hace posible, no sólo la vida y la santidad de la Iglesia, sino la propia vida espiritual y la santificación de cada creyente. Como nos enseña San Pablo en la carta a los Romanos, por el Espíritu Santo recibimos la adopción filial de Dios, somos hechos hijos adoptivos de Dios en su Hijo unigénito, que es Jesucristo (Rm 8,14-17).
El Espíritu Santo, según hemos dicho recordando las palabras de Jesús, mora en nosotros y está en nosotros (cf. Jn 14,17). ¿Cuándo sucede esto? Cuando nos encontramos limpios de pecado mortal (pues existe un pecado de muerte, como nos recuerda la primera carta de San Juan: cf. 1Jn 5,16-17); cuando nos hallamos en estado de gracia, el Espíritu Santo habita en nuestra alma. Y no sólo Él, sino que Él hace posible que habite en nuestra alma la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el mismo Espíritu Santo. Jesús lo anunció también a los apóstoles: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Ésta es la inhabitación trinitaria en el alma, que es fuente inmensa de vida espiritual para el cristiano consciente de tal maravilla, pues de ella extrae una riquísima vida interior de unión con Dios, como la vivieron en su comunidad contemplativa la Beata carmelita Isabel de la Trinidad y en su vida seglar la oblata benedictina Ítala Mela. Y por eso, como se ha cantado en la secuencia antes del aleluya, llamamos al Espíritu Santo “dulce huésped del alma”. Él nos concede sus siete dones para que seamos dóciles a sus inspiraciones, elevarnos hasta Dios y asemejarnos a Él: son los dones de sabiduría, de inteligencia o entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor de Dios. Y también nos concede sus doce frutos para la vida espiritual.
En fin, puesto que el Espíritu Santo alienta la vida de la Iglesia, pidámosle por la Iglesia, encomendemos al Papa, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a todos los fieles. Con frecuencia nos resulta más fácil criticar la Iglesia y criticar a otros. Pero, ¿rezamos por estas intenciones? ¿Rezamos por los que detentan responsabilidades, para que no se equivoquen en su gestión? Nuestras críticas forman parte de eso que el Papa llama con razón “la lengua que mata”. A veces justificamos nuestras críticas diciendo que son “constructivas”, pero en realidad son sólo destructivas y, si además caen en la difamación y en la calumnia, podemos estar al borde de incurrir en pecado mortal, si no es que caemos de lleno. En vez de tanto criticar, oremos, pues la murmuración deja en un estado de amargura, mientras que en la oración siempre encontramos paz.