Querido Fr. Pablo:
Cuando te dispones a iniciar tu noviciado canónico, recuerdas que el fin esencial de la vida monástica es la búsqueda de Dios mediante la configuración con Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo. Nuestro Padre San Benito lo vivió en primera persona cuando, como narra San Gregorio Magno, “deseando agradar a solo Dios, buscó el hábito de la vida monástica” (Diálogos, II, Prólogo).
Soli Deo placere desiderans, “deseando agradar a solo Dios”. Ésta es la clave de bóveda del edificio benedictino. Y el propio San Benito, como norma fundamental al recibir a un postulante a la vida monástica, exigirá que se mire con solicitud “si realmente busca a Dios” (RB 58, 7). Es el “¡sólo Dios!” que exclamará alguien que murió bien joven pero que quiso empeñarse en seguir su senda, como fue San Rafael Arnáiz.
Por lo tanto, el quaerere Deum, la centralidad de Dios, es la esencia misma de la vida monástica. Deseo de sólo Dios, de encontrarle a Él, de vivir para Él, de morar en el único Dios que es Trinidad de Personas y, por tanto, comunicación íntima de amor. Y el camino para ello es Cristo, el Dios humanado, el Verbo encarnado, de tal modo que el monje sepa que no debe anteponer nada al amor de Cristo (RB 4, 21; 72, 11). El Beato Carlos de Foucauld lo expresaría de forma bien clara: “Hay un único modelo: Jesús. No buscar otro”.
En este camino y en esta imitación de Cristo, el monje cuenta también con el auxilio y con el modelo de María, la “estrella del mar”, como la invocaron tantos monjes medievales, entre ellos San Bernardo de Claraval al recordarnos que, cuando las dificultades, las tentaciones y las tribulaciones nos asalten, debemos mirarla a Ella y pedir su ayuda. Después de haber celebrado las I Vísperas de su Asunción gloriosa a los Cielos, parece oportuno fijarnos brevemente en María.
En la Santísima Virgen, el monje descubre el valor de su vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3). El monje puede y debe colaborar a la Redención del mundo desde su Nazaret, desde la soledad y el silencio, desde lo oculto de su monasterio, a imitación de María, quien, en la soledad y el silencio de su habitáculo, recibió al Verbo que se encarnó en Ella para la salvación de los hombres. Así es como el Señor quiere obrar contigo: en lo oculto del monasterio, en una entrega silenciosa cada día, en un diálogo constante de amor a través de la oración, del trabajo, de la lectio divina y del estudio; así quiere que le ofrezcas tu vida, día a día, para amarle por todos los que no le conocen y por los que no le aman, con el fin de reparar las heridas abiertas en su Corazón por los pecadores, para que su Amor infinito no sea desatendido y para que ellos finalmente lleguen a conocerle y a amarle sin reservas. Dios quiere amar por medio de tu amor a los que no le aman y que tú le ames a Él por todos esos que no le aman.
Sin duda alguna, el mejor modelo de imitación de Cristo es su Madre, la primera que ha escuchado su voz, que ha obedecido a Dios y que ha cumplido su voluntad (cf. Mt 12,48; Lc 11,28) desde su “fiat” en Nazaret (Lc 1,38). Por eso, la imitación de Cristo conlleva la imitación de María y la imitación de María nos hace más fácil la imitación de su Hijo. San Rafael Arnáiz lo expresaba bien cuando decía: “Todo por Jesús, y a Jesús por María”.
La Virgen María es la “Maestra de todas las virtudes”, como dijo el Venerable Pío XII. En Ella encontramos un modelo para vivir las tres virtudes teologales: la fe, con su “fiat” y con su exhortación en Caná para hacer lo que Él nos diga; la esperanza, con su actitud ante la Muerte de Jesús y la espera en su Resurrección; y la caridad, como la vivió con Jesús y San José, o en Caná hacia los jóvenes esposos o con los Apóstoles en los orígenes de la Iglesia. También es modelo para todas las virtudes morales y de todas las cualidades en la que debe crecer el monje: la castidad virginal, la obediencia a Dios y a San José, la humildad de “la esclava del Señor”, la fortaleza en la Pasión, la laboriosidad en el hogar de Nazaret, el silencio, la oración y la contemplación: no olvides cómo ella contemplaba y meditaba las cosas divinas y celestiales en su Corazón Inmaculado (Lc 2,19.51).
Querido Fray Pablo: tomaste el hábito en la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe de México y pasas al Noviciado canónico en la víspera de la Asunción de la Virgen. Por lo tanto, parece claro que la Santísima Virgen te quiere acompañar en el camino de tu vida monástica, siendo tu sustento, tu auxilio y tu Madre celestial. Te dispones, como dice N. P. S. Benito, a “militar para el Señor, Cristo, el verdadero rey, (y) tomas las potentísimas y espléndidas armas de la obediencia” (RB, Pról., 3).
El monje, como enseña toda la Tradición monástica, es el “soldado de Cristo”. Y hoy hemos celebrado la memoria de San Maximiliano Kolbe, mártir y ejemplo de caridad, quien por su parte instituyó la Milicia de la Inmaculada al servicio de la Virgen para gloria de Dios. Sé, así, un verdadero soldado de Cristo y de María, tomándolos por Capitanes; prepárate a combatir contra el demonio, el “viejo enemigo”, como se le llama en las vidas de los santos monjes, y disponte a conquistar las almas para Dios por medio de tu vida escondida de oración, de trabajo, de humildad y de obediencia en el monasterio.