Querido Fr. Carlos:
España, en su esencia y en su desarrollo histórico, está unida estrechamente a la fe cristiana. Desde la primera predicación apostólica y el pronto arraigo del cristianismo en tierras como la Bética de la que eres natural, la sangre de los mártires la hizo ser fecunda en frutos de santidad, de firmeza en la defensa de la fe y de capacidad misionera. Y por eso, la patria hispana, que sería desde tales inicios tierra de Cristo y “tierra de María”, como la denominara San Juan Pablo II, vería igualmente desde épocas muy remotas crecer la vida monástica, como recordamos hoy en esta memoria de San Millán y los Santos Monjes Españoles.
En efecto: desde testimonios contemporáneos al final del período romano en los siglos IV y V, como los de la monja peregrina Egeria o Eteria y la relación de San Agustín con los monjes de la isla balear de Cabrera, y hasta nuestros días, España ha sido tierra de fuerte arraigo monástico y de santos y santas que han abrazado este género de vida. En ella brotaron pronto, en la época visigótica, grandes santos patriarcas del eremitismo como Emiliano o Millán y del cenobitismo como Fructuoso de Braga; San Braulio de Zaragoza, biógrafo del primero, se dirigió al segundo llamándole “esplendor sagrado de España”. Aquella España visigótica vio escribir y practicar reglas monásticas originarias que se perpetuaron durante siglos hasta que se afianzase en ella la de Nuestro Padre San Benito. San Fructuoso, precisamente, peregrinó por la Lusitania y la Bética hasta tu tierra gaditana para venerar las reliquias de los mártires hispanorromanos y en el entorno de Cádiz fundó monasterios masculinos y femeninos, entre los cuales brilló la santa monja Benedicta, que reunió en torno a sí a 80 discípulas que quisieron vivir la esponsalidad con Cristo, tal como también San Leandro se la hubiera propuesto a su hermana Santa Florentina igualmente en la provincia Bética.
España ha sido fecunda en santos abades como Domingo de Silos y sus amigos Íñigo de Oña, Sisebuto de Cardeña y García de Arlanza, pacificadores de reyes enfrentados, y ha dado testimonios impresionantes como el de la monja reclusa Santa Oria. Ha sido fecunda y al mismo tiempo fecundada por la sangre de monjes y monjas mártires como los mozárabes, los de Cardeña o los de los años 30 del siglo XX, donde no podemos olvidar a nuestros benedictinos de Silos en Madrid y a los de El Pueyo y Montserrat, así como a los cistercienses de Viaceli y sus hermanas de Algemesí, al restaurador de los jerónimos y a los no beatificados aún de la cartuja de Montalegre y de los ermitaños de la Luz de Murcia.
España ha visto nacer Órdenes monásticas como los jerónimos en el siglo XIV y más tarde los basilios, con cuyos fundadores en la Sierra de Córdoba trabaron amistad espiritual Santa Teresa de Jesús y San Juan de Ávila; además, el Beato Juan de España había dado nacimiento a la rama femenina de la Cartuja en el siglo XII. Todo esto, sin olvidar las reformas monásticas bajomedievales y que buena parte de la reforma de algunas Órdenes mendicantes como la franciscana por vía de fray Pedro de Villacreces y más tarde San Pedro de Alcántara, y la carmelitana por medio de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, se orientaron en una línea de acentuación de los valores monásticos. Santa Teresa, queriendo retornar a los orígenes más puros del Carmelo, recordó a las carmelitas que eran comunidades de ermitañas y por eso en esta reforma se abrieron pronto “desiertos” en su rama masculina.
Pero no puedo ni debo alargarme más en este recuerdo y elogio del monacato hispano y de sus santos y santas, pues de una homilía en la que proponerte un ideal y animarte a vivir desde esos preciosos ejemplos, correría el riesgo de pasar a una conferencia.
El objetivo esencial de la vida monástica –lo sabes bien–, tanto entre los monjes españoles como entre todos los monjes cristianos, y así nos lo ha propuesto Nuestro Padre San Benito, es la búsqueda de Dios mediante la configuración con Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo. Así decía San Braulio que San Millán vivía sus austeridades en la dureza del clima riojano “por amor de Dios, en la contemplación de Cristo y con la gracia del Espíritu Santo” (Vita Aemiliani, IV). Como monje, tienes que aspirar a ser morada de la Santísima Trinidad y a vivir en el seno de la Santísima Trinidad, a vivir la inhabitación trinitaria como la oblata benedictina Beata Ítala Mela y a buscar la unión transformante del alma en Dios que de forma tan hermosa y con tantas imágenes tomadas de la Sagrada Escritura y del paisaje castellano nos expuso San Juan de la Cruz.
Quisiera proponerte además algunos modelos de monjes jóvenes que han vivido este ideal en tiempos recientes y en tierras hispánicas, y de ellos me voy a fijar en tres. El primero, el del cisterciense San Rafael Arnáiz, muerto por dura enfermedad a los 27 años recién cumplidos, maestro del amor de Dios y del vivir y sufrir crucificado con Cristo bajo el amparo maternal de la Virgen María. El segundo, el del Beato Aurelio Boix, monje de El Pueyo, quien a sus 21 años dijo a sus padres y a su hermano que iba a unir en breve el holocausto de su vida por la reciente profesión monástica y la unión definitiva a Dios, su Amor, por la inmolación gloriosa del martirio. Y el tercero, el del Siervo de Dios portugués Bernardo de Vasconcelos, fallecido a los 30 años, quien descubrió para sí y enseñó para otros la vivencia íntima de la Santa Misa como misterio supremo de la Liturgia, de la vida de la Iglesia y del verdadero espíritu cristiano.
Que ellos y todos los Santos Monjes Españoles, bajo la guía de Jesús y de María, te ayuden en tu camino monástico.