Rvdmo. P. Abad de Silos, queridos concelebrantes y queridos hermanos todos en el Señor:
La enfermedad y la muerte de nuestro P. Laurentino nos han golpeado con mucha fuerza, tanto a la Comunidad benedictina, como a tantos que os habéis acercado hoy y muchos otros que no han podido hacerlo, pero que nos han expresado sus condolencias y su cercanía. Nos han llegado testimonios preciosos de agradecimiento por sus enseñanzas y por su amistad y hemos leído otros muy emotivos en internet. Gracias a todos por este afecto que mostráis a su persona, a nuestra Abadía y a los años que muchos habéis pasado como niños en la Escolanía y que demostráis llevarla en vuestros corazones.
Como comentaba el otro día con uno de sus discípulos más cercanos, sin haber sido un intelectual o un investigador, el P. Laurentino ha sido sin embargo una autoridad en el campo del canto gregoriano y un verdadero maestro. Ha sido el alma de la Escolanía durante prácticamente sus 60 años de existencia y ha sido forjador u orientador de muchas vocaciones musicales, así como punto de referencia fundamental para numerosos coros, directores y otros músicos.
Ciertamente, su enfermedad y su muerte nos han golpeado porque, a pesar de sus 87 años, todos hemos conocido su vitalidad, su energía inagotable, su capacidad de afrontar y de reemprender proyectos con ilusión frente a toda adversidad, y, ¿por qué no decirlo?, todos hemos conocido asimismo ese espíritu de mando y ese genio que parecía a veces ser el motor que le daba vida y que, al lado de la aspereza, pronto dejaba descubrir su profunda entraña humana, con un encanto que dejaba huella.
Como ayer le comenté a nuestra Comunidad, pese a que pueda parecer chocante lo que voy a decir, su enfermedad y su muerte anunciada debemos entenderlas como una gracia de Dios, tanto para él, como para los monjes del Valle y para todos los que le hemos conocido. Lo que corresponde a él, lo dejo para el final.
En cuanto a la Comunidad benedictina y a los que podéis haberlo tratado más de cerca en esta última etapa, nos ha hecho posible ver de primera mano cómo esa naturaleza llena de vitalidad se deterioraba en pocos meses y al final de manera casi precipitada en muy pocos días. Esto nos ha permitido unirnos más a su sufrimiento, acercarnos más a él, compadecernos en el sentido puro de la palabra: es decir, “padecer con” él, sobre todo al ver su dura agonía. Dios nos ha facilitado por su medio poder volcarnos con él, vivir el espíritu de caridad fraterna que debe reinar en una comunidad monástica, atender al hermano enfermo como si del mismo Cristo se tratase, según nos pide N. P. S. Benito. Podemos dar gracias a Dios porque ha vivido su enfermedad en el monasterio y ha muerto en él, atendido por los hermanos de su comunidad, como él quería.
Pero además, para todos, su enfermedad y su muerte anunciada deben ser comprendidas como una gracia, pues Dios nos ha hablado a través de ellas ofreciéndonos una meditación profunda acerca del misterio de la vida y de la muerte. Una naturaleza enérgica y llena de vitalidad, que parecía inmortal para la propia vida terrena, se ha desmoronado y agotado en seis meses, especialmente en los últimos tres y de forma muy llamativa en los últimos días. ¿No debería esto hacernos reflexionar acerca de que todos habremos de afrontar un día el trance de la muerte? La vida del monje, vivida en plenitud, es una preparación para el paso a la vida eterna, a la vida que nunca se acaba, a la vida junto a Dios. El monje y cualquier cristiano han de caminar siempre con la perspectiva de esta meta, pues nuestra peregrinación en la tierra habrá de apuntar hacia el Cielo.
En fin, la enfermedad y la muerte anunciada también han sido una gracia para el propio P. Laurentino. Aunque no era un hombre dado a expresar sus vivencias interiores más profundas y podía dar una impresión incluso equivocada con relación a su vida espiritual, debéis saber que él lo vivió así, como os lo voy a demostrar. Y murió como deberíamos desear morir: aceptando la enfermedad y la muerte anunciada como venidas de la voluntad de Dios, pudiendo prepararse para el encuentro con el Señor de la vida, haciendo en los días previos una confesión general y recibiendo el sacramento de la Unción. Algunos hemos recibido de Dios la dicha de tener en estos días conversaciones preciosas con él, en las que hemos podido comprobar la plena conciencia de su situación y que ya tenía toda su confianza puesta únicamente en Dios y en la Virgen María, a la que siempre amó y rezó con asiduidad el Santo Rosario. Notó muy favorablemente la fuerza que Dios le daba por la oración de muchas monjas y religiosas, así como a través del P. Santiago Alameda, monje de Silos muerto en olor de santidad, a quien siempre tuvo en gran estima y de quien me dijo haber advertido siempre su intercesión. Mirando a un cuadrito de Jesús en su celda, me dijo dos días antes de morir que en la Cruz veía a Cristo y que en Cristo veía su Sagrado Corazón.
No es esto un elogio ni una alabanza de sus virtudes, sino que creo de verdad que su manera de afrontar y vivir la muerte y la enfermedad es un motivo de edificación, al igual que sus propias palabras en una carta que envió a las MM. Carmelitas de la Encarnación de Ávila en julio y que os voy a leer, aunque nos alarguemos un poco más y aunque sea mi homilía más larga hasta la fecha, pues merece realmente la pena y sé que a ninguno os va a importar que tardemos unos minutos más. Estuvo un año impartiéndoles clases de gregoriano y disfrutó mucho con ellas y ellas con él. Para él fue una especie de año de ejercicios espirituales que sin duda le preparó para afrontar la prueba que el Señor le iba a dar. Cuando fui a pasar unos días de retiro a la Encarnación este verano, me dio una carta para ellas. Aunque el sobre venía abierto y lógicamente me habría apetecido leerla, no lo hice por guardar su intimidad y su confidencialidad, pero unos días después la priora con las demás carmelitas me la quisieron leer para que tuviera conocimiento de ella, pues les había emocionado. Ahora les he pedido que me faciliten una copia para leerla hoy y así lo han hecho. Leo sus palabras, en las que podemos descubrir al hombre, al monje y al maestro.
“Abadía de Santa Cruz, 16 de julio de 2018.
Rvda. Madre (Carmen de Jesús, Priora), Sor Mª Teresa del Sgdo. Corazón y queridas Hermanas de mi amado Monasterio de la Encarnación:
‘Hágase tu voluntad’ es lo que pido al Señor en todo momento y sobre todo en los Laudes y Vísperas, momento en los que N. P. San Benito nos pide escuchemos al superior, ahora lo cantamos todos, la Oración dominical. Desde el mismo momento en que supe lo que el Señor me ha mandado, noté una ‘fuerza’ superior, la ayuda de vuestras oraciones y de otras muchas Religiosas (tengo una hermana Marianista) y personas que me conocen, que me ayudó a recibirlo con serenidad y alegría interior, porque el Señor se ha acordado de mí. Me pongo en las manos del Señor y pido a Ntra. Madre de Clemencia me ayude a aceptar con alegría lo que Él quiera de mí en cada momento.
Aun me encuentro débil, pero recuperando las fuerzas, poco a poco. Curiosamente, los dolores de rodilla, que comenzaron hace ahora un año y que me impedían subir y bajar escaleras, han desaparecido totalmente. Tampoco he tenido, ni antes ni en todo este tiempo, desde el 27 de mayo, dolor alguno, simplemente fiebre en algunos momentos, lo cual ha causado extrañeza a los médicos y a mí mismo.
Recuerdo con ilusión y satisfacción los momentos pasados con vosotras, repitiendo una y otra vez las piezas gregorianas que había que preparar para los diversos tiempos litúrgicos y sobre todo la salmodia, que es a la vez lo más fácil, una simple lectura, y lo más difícil, que debe ser bien hecha y llegar a ser verdadera oración cantada. Los esfuerzos no eran en vano, pues pude apreciar que poco a poco la salmodia resultaba más ágil y bien acentuada, consiguiendo el ritmo propio de las palabras. Me gustaría poder seguir cantando con vosotras, pero eso lo dirá el Señor.
Confío en vuestras oraciones y me uno a ellas pidiendo al Señor sigan siendo verdaderas hijas de Ntra. Madre Santa Teresa,
Laurentino Sáenz de Buruaga, osb”
Tenemos la impresión de que en el día de Navidad en que ha muerto el P. Laurentino, el Niño Jesús ha venido a buscarle a nuestro Valle, junto con su Madre, la Virgen María, cuyos prefacios estuvo musicalizando hasta sólo unos pocos días antes de morir. En sus manos ponemos su alma y encontramos también el consuelo por su partida de este mundo.