Rvdmo. P. Abad, queridos hermanos concelebrantes y monjes de las comunidades de El Parral, El Paular y el Valle, hermanos todos en el Señor:
Cuando el pueblo fiel reza devotamente la Salve a la Santísima Virgen, dice: “a Ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas” (ad te suspiramus, gementes et flentes in hac lacrimarum valle). Si además de situarnos como hombres que se pueden ver como “desterrados” y entender la tierra como ese lacrimarum valle, nos situamos más precisamente en este valle de Cuelgamuros, en este Valle de los Caídos, esa expresión puede tener para nosotros sin duda un eco que le confiere un significado estremecedor. Ciertamente, este Valle nos trae a la memoria los sufrimientos y los dolores de una guerra, el llanto por los muertos en ella y las lágrimas por sus víctimas. La imagen de la Piedad que recibe a los fieles y visitantes de este sagrado lugar a la entrada de la Basílica nos hace mirar a María en su dolor sereno ante su Hijo muerto en sus brazos y nos puede recordar a tantas madres en semejante situación ante la pérdida de sus hijos queridos.
Pero son justamente Jesús y María quienes nos permiten superar las lágrimas, el llanto, el dolor y el sufrimiento con la virtud de la esperanza. Ante todo, de la esperanza en la vida eterna, esperanza que nace de la fe y que se traduce también en caridad. La esperanza traducida en caridad se convierte en misericordia, en perdón, en reconciliación: y ésa es la vocación de este Valle. A la luz del misterio de la reconciliación entre Dios y el hombre alcanzada por el Hombre-Dios, Jesucristo, en la Cruz redentora, es como se puede comprender esa vocación de reconciliación de este Valle también entre los hombres enfrentados. Por eso, Jesús y María son la clave única de interpretación del Valle de los Caídos.
A Ella, en concreto, la Salve comienza invocándola como “Reina y Madre de Misericordia” (Regina, Mater misericordiae). Ella ha visto a su Hijo compadecerse de los hombres, lo ha contemplado en la Cruz perdonando a sus verdugos y ejecutores y le ha escuchado cómo la entregaba por Madre al discípulo amado, en quien estábamos representados todos los hombres, y pidiéndole además que le acogiera por hijo, acogiéndonos así a todos por hijos en él. Por eso es verdadera Madre de Misericordia y es así la Señora y Reina de este Valle.
María es capaz de transformar nuestra vida configurándonos con su Hijo, con quien Ella misma está configurada. Su dolor ante su Hijo muerto es sereno, lleno de dignidad, porque nace de la fe y de la esperanza más firmes. Su actitud es de misericordia y amor, porque ha penetrado en el Corazón de infinito amor y misericordia de su divino Hijo. Por eso es capaz de convertir nuestros sufrimientos en motivo de dicha y nuestra tristeza en alegría. María es así verdadera “vida, dulzura y esperanza nuestra” (vita, dulcedo et spes nostra); y también, como la rezan los monjes cartujos en una pequeña variante que hacen en la Salve, Ella es asimismo “la dulzura de la vida” (vitae dulcedo).
Entonces, visto así, este Valle de Cuelgamuros, este Valle de los Caídos, se convierte en un verdadero santuario de vida y dulzura, no sólo por la belleza de sus montañas, el verdor de sus bosques, el agua de sus arroyos o la riqueza de su fauna, sino sobre todo porque es la Virgen María quien lo llena de sentido, de alegría, de vida, de dulzura y de esperanza.
Y esto lo hace muy especialmente cuando acoge nuestra petición suprema: “muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre” (et Jesum, benedictum fructum ventris tui, nobis […] ostende). Por María llegamos siempre a Jesús. San Rafael Arnáiz insistía: “todo por Jesús, y a Jesús por María”. En este Valle, María nos muestra a Jesús en la Cruz, nos muestra a Jesús muerto en sus brazos y nos muestra a Jesús resucitado y ascendiendo a los Cielos. La Santísima Virgen nos muestra a Jesús reconciliándonos con el Padre, nos muestra a Jesús perdonando desde la Cruz y nos muestra a Jesús reabriéndonos el Cielo en su gloria. Ella nos enseña así cómo proceder en la tierra y cómo aspirar a las realidades eternas, y todo proponiéndonos a su Hijo ante nuestros ojos.
María, la “nueva Eva”, como tantas veces la llamaban los Padres de la Iglesia y viene a ser invocada en la Salve al recordar que somos los desterrados hijos de la primera Eva (et nos, exules filii Evae), es ante Dios nuestra Abogada (Advocata nostra), la Mediadora que nos mira con ojos misericordiosos (illos tuos misericordes oculos ad nos converte) y que nos trae el favor de su Hijo, la que logra que se derramen sobre nosotros las gracias alcanzadas por Él en favor nuestro por medio de su obra redentora.
Por eso, pues, María es la vida, la dulzura y la esperanza de este Valle de los Caídos. Toda tormenta, toda tribulación, toda asechanza del demonio, se estrellarán siempre contra Ella, como tantas veces ha sucedido ya. Ella es nuestro tesoro, porque Ella misma ha llevado en su seno al gran tesoro que nos muestra como nuestra salvación: Jesucristo. Invoquémosla siempre, por tanto, como la Reina y Señora de este Valle, su Protectora invencible, su Patrona amorosa.