Queridos hermanos concelebrantes y monjes de las comunidades de Santa María de El Paular, Santa María de El Parral y Santa Cruz del Valle de los Caídos, hermanos todos en el Señor:
Un año más, los monjes de las tres mencionadas comunidades próximas nos reunimos fraternalmente para celebrar esta memoria de Nuestra Señora del Valle, la fiesta de la Santísima Virgen como Patrona de este santuario enclavado en el centro de España como lugar de oración y de culto, de paz y de encuentro con Dios. María nos abraza a las tres comunidades como Patrona de todas y de cada una de ellas y nos abraza a todos los discípulos de Cristo, señalándonos cómo debemos buscar, seguir e imitar a su divino Hijo, a quien, como nos exhorta San Benito, nada debemos anteponer, y a quien, como nos enseña San Jerónimo, debemos conocer leyendo con amor la Sagrada Escritura.
En este año de la Misericordia, el abrazo de María a estos sus hijos espirituales, que somos los miembros de la Iglesia, se intensifica como Madre de Misericordia. Por eso los cristianos la invocamos con amor, devoción y respeto, con fe y esperanza, confiando en la fuerza poderosa de su intercesión ante Dios en nuestro favor.
María es la más perfecta, la más excelsa y la más hermosa de todas las criaturas salidas de las manos de Dios. Más aún: siendo por naturaleza inferior a los ángeles, ha sido sin embargo elevada por Él a la dignidad de Reina de los Ángeles. A Ella la honran y sirven estas criaturas espirituales por ser la Madre del Verbo encarnado, a quien contemplan y alaban. La razón de esta singular dignidad y excelsitud de María radica en que, desde la eternidad, Dios la eligió amorosamente para ser la Madre de su Hijo. Por lo tanto, la Maternidad divina es la raíz de todos los otros privilegios y gracias con que Dios la ha ennoblecido. En verdad, María no es únicamente Madre de Jesús-hombre, sino Madre de Jesucristo entero, verdadero Dios y verdadero Hombre, como en su momento sentenció de manera bien clara el Concilio de Éfeso.
La estrechísima unión existente entre María y su Hijo ha llegado hasta tal punto que Él la asoció a su obra redentora: por su fiat en la Anunciación nos llegó el Salvador, luego lo crio y lo cuidó amorosamente, más tarde lo acompañó muchas veces y finalmente unió su dolor al suyo en la Pasión, sufriendo una verdadera “Compasión”, es decir, “padeciendo con” Cristo. Por eso es la primera Colaboradora a la obra de la redención y con acierto el papa Pío XI no dudó en denominarla “Corredentora”.
Tan asociada estuvo a su Hijo, que Éste nos la quiso dejar por Madre a la Iglesia y a todos los hombres desde la Cruz, cuando se la encomendó a San Juan Evangelista y a él se lo entregó como hijo. De aquí nace la Maternidad espiritual de María, que Ella ejerce como Abogada y Medianera de todas las gracias desde el Cielo. Y de esta Maternidad espiritual procede el que los hombres la invoquemos como particular Patrona en las naciones, en las regiones, en las poblaciones, en los barrios, en los monasterios, en las asociaciones piadosas, en las cofradías, en diversas entidades e instalaciones religiosas, civiles y militares, etc.
Los monjes del Valle hemos comprobado muchas veces la protección de María: en momentos turbulentos y en situaciones adversas, el recurso a Ella ha detenido la mano amenazante, ha paralizado el mal que se cernía, ha disuelto misteriosamente el peligro inminente. Su manto maternal ha cubierto nuestras vidas y ha protegido a nuestro monasterio y al Valle del ataque de la vieja serpiente. No deberíamos olvidar la lección, sino aprenderla y recordar que, asistiendo a María, mirando e invocando a la Estrella que es María –como exhortaba San Bernardo– podremos salir adelante en todas las dificultades personales y comunitarias, internas y externas.
Que la “llena de gracia” nos alcance de su divino Hijo a los monjes de las tres comunidades hermanas las gracias necesarias para nuestra salvación y la gracia de vivir santamente y con fidelidad nuestra vida monástica, como monjes de Cristo y de Santa María. Y que Ella alcance también a todos los fieles la santidad en su estado de vida.