Queridos hermanos concelebrantes y monjes de las comunidades de El Paular y el Valle de los Caídos –y recordamos también a nuestros hermanos jerónimos de El Parral, que no han podido venir–, hermanos todos en el Señor:
La Iglesia siempre mira a María como Madre que nos acoge y como modelo de virtudes, como estrella que nos guía y como puerta del Cielo. Sin Ella, la vida del cristiano sería mucho más triste. Y es que Dios, en su infinita bondad y en su conocimiento perfecto de la naturaleza humana que Él mismo ha creado, no ha querido dejar de darnos a los hombres aquello que más necesita un hijo: una Madre. Él mismo, desde toda la eternidad, dispuso dar una Madre a su propio Hijo, quien había de encarnarse para redimirnos del pecado y elevar nuestra condición introduciéndonos en la vida divina por la acción eficaz del Espíritu Santo.
Elegida amorosamente por Dios desde la eternidad para ser la Madre de su Hijo, María es por eso la más perfecta, la más excelsa y la más hermosa de las criaturas salidas de sus manos de Dios, hasta el punto de que, siendo por naturaleza inferior a los ángeles, ha sido sin embargo elevada por Él a la dignidad de Reina de los Ángeles y a Ella le sirven como Señora todas las criaturas espirituales. La Maternidad divina es, en efecto, la raíz de todos los otros privilegios y gracias con que Dios ha ennoblecido a María.
Hemos dicho que es Madre que nos acoge. Ella ha estado asociada estrechamente a su Hijo como auténtica Corredentora y Él nos la ha querido dejar por Madre a todos los hombres desde la Cruz, cuando se la encomendó a San Juan Evangelista y a él se lo entregó como hijo. De aquí nace su Maternidad espiritual sobre la Iglesia y sobre toda la humanidad, que Ella ejerce como Abogada y Medianera de todas las gracias desde el Cielo. En consecuencia, como bien se le dice en la bella oración del “Acordaos”, “jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a Vos, implorado vuestra asistencia o reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos”. Por eso acudimos desde las dificultades de la vida confiados en que nos escuchará y nos sostendrá. Como la invocamos en las letanías lauretanas, María es verdaderamente para nosotros salud, refugio, consuelo y auxilio.
También es modelo de todas las virtudes. Colmada por Dios de gracias y privilegios en razón de su Maternidad divina, es el ejemplo más sublime de pureza de alma y de cuerpo por su Virginidad intacta, y al ser verdaderamente Inmaculada desde el mismo instante de su Concepción, a Ella debemos acudir en nuestra lucha contra el pecado. María reúne en sí la síntesis más completa y más perfecta de todas las virtudes: las teologales, las cardinales y las otras virtudes morales. En su fiat al ángel descubrimos su fe, en su serenidad ante la muerte de Jesús y a la expectativa de su Resurrección encontramos una Mujer llena de esperanza, y en su solicitud hacia todos los que la rodean palpamos su caridad desbordante. En Ella observamos asimismo la justicia, la prudencia, la fortaleza, la templanza, la obediencia, la humildad, la laboriosidad y todas las virtudes que podamos buscar.
En consecuencia, María es la estrella que nos guía en esta vida y la puerta que nos abre el Cielo. Es conocida la homilía de San Bernardo en la que exhorta repetidamente al fiel a buscar el amparo de María, la “estrella del mar”: ante la duda, ante la tribulación, ante la tentación, ante el peligro, como una barca en el mar –nos dice él–, “mira la estrella, invoca a María” (En alabanza de la Virgen Madre, homilía II, 17).
Por tanto, María, que es el Acueducto por el que Dios nos envía sus gracias y es nuestra Abogada ante Él, es igualmente la puerta del Cielo, como nos recuerda el nombre de una de las cartujas españolas. Ella, Madre de misericordia, nos alcanza el perdón de Dios para poder llegar al Cielo, donde reina sobre toda la Creación en unión de su Hijo.