Queridos hermanos:
En esta noche santa, iluminada con el Nacimiento de Cristo, como nos ha dicho la oración colecta de la Misa, la Iglesia se llena de gozo y alegría. Algo extraordinario, impensable para la mente limitada del ser humano, se ha hecho realidad por un designio asombroso de la misericordia divina: todo un Dios infinito y eterno se ha hecho Hombre y ha nacido Niño por nosotros.
No cabía mayor “abajamiento”, mayor ejemplo de humildad y sencillez, como explica San Pablo a los Filipenses: Cristo, siendo de condición divina, se rebajó asumiendo la condición humana, la condición de esclavo, haciéndose semejante a nosotros y, reconocido como hombre, se humilló y se entregó obedientemente hasta la muerte de Cruz, por lo cual ha sido exaltado por el Padre para que todo se le someta (Flp 2,6-11).
Este “abajamiento” de Dios ha llegado, en efecto, al grado de la muerte más humillante de la época antigua: la de la cruz, como si fuera un malhechor. Pero, en la noche que ahora celebramos, su “abajamiento” se nos presenta ante todo en su Infancia, en este hacerse Niño y en su Nacimiento, no en un palacio, como correspondería al verdadero Rey que es Cristo, sino en un pobre pesebre, porque ni siquiera había sitio en la posada para Él (Lc 2,7).
¡Cómo contrasta, queridos hermanos, este ejemplo supremo de humildad de nuestro Redentor con nuestros anhelos de destacar, de brillar, de sobresalir, de adquirir fama y honores y de ascender tantas veces al precio que sea! ¡Cómo contrasta la pobreza que Él abraza con nuestros deseos de tener y tener, de ser ricos, de demostrar ante los demás que somos capaces de poseer grandes cosas y de despilfarrar el dinero! Y esto, ¡en medio de una crisis económica en la que tantos hermanos nuestros viven con lo mínimo imprescindible y se han quedado sin trabajo! ¡Es hora ya de que despierte nuestra conciencia social, tal como el Papa nos viene exhortando con campanadas bien sonoras!
El “despojamiento” y “abajamiento” de Jesucristo ha hecho posible que ascendamos hasta Dios. Para poder subir, primero hay que saber descender. Dios ha descendido hasta nosotros para elevarnos hacia Él. Decía San Beda el Venerable, monje benedictino de la Inglaterra del siglo VII-VIII y Doctor de la Iglesia, que la Encarnación del Verbo de Dios nos ha permitido ver su gloria, pudiendo contemplar su humanidad para llegar hasta la divinidad oculta, y que Dios ha nacido como Hombre para hacer renacer en nosotros la imagen y semejanza de su divinidad (Homilías sobre el Evangelio, homilías VII y VIII, en la Natividad del Señor). En efecto, la imagen y semejanza de Dios en el hombre, con que Él lo creó (Gén 1,26), había quedado empañada por el pecado original y ha sido ahora limpiada y restaurada por la gracia del Salvador.
El Niño que nos ha nacido es la luz que ha brillado para el pueblo que caminaba en tinieblas, como nos ha dicho el profeta Isaías (Is 9,2-7), trayendo la salvación a todos los hombres, según explica San Pablo en la segunda lectura (Tito 2,11-14). De ahí que su Nacimiento sea la buena noticia y la gran alegría que el ángel anuncia a los pastores de Belén (Lc 2,1-14). En esta noche santa y en toda nuestra vida, los cristianos estamos llamados a ser portadores de paz y alegría para los demás. Al igual que los ángeles a los que hemos visto alabar a Dios y desear la paz a los hombres, porque ellos están contemplando siempre su rostro en el Cielo, nosotros no podemos transmitir a nuestro alrededor tristeza y amargura. Dios mismo, haciéndose Niño, nos permite verlo, tocarlo, besarlo y abrazarlo, dirigir nuestras oraciones a Él, hecho pequeño en el pesebre, tomarlo de los brazos de María y devolvérselo a Ella, a la gran contemplativa que se convierte, por ser la Madre de Dios, en Madre de todos los hombres, en la nueva Eva que nos ha traído al Salvador.
El Niño Jesús nos trae paz y alegría y los ángeles del Cielo nos exhortan a ello. Si los cristianos vivimos inmersos en la vida de la gracia a través de los sacramentos y de la oración, manifestaremos también esa vida de la gracia en las buenas obras. Si tomamos conciencia de que Dios se ha hecho Hombre para elevarnos hasta Él, estaremos rebosantes de alegría y trataremos de transmitirla a los demás. Si Dios vive en nosotros, tenemos que ser felices. Si Dios se ha hecho Niño, debemos amar a los niños; si Dios se ha hecho pobre, debemos amar a los pobres; si Dios se ha hecho pequeño, debemos amar a los débiles.
¡Y qué gran canto a la vida humana es el del Dios encarnado y hecho Niño! ¡Cuánto contrasta el Niño Jesús, signo del amor a la vida, con los ataques herodianos de nuestro tiempo contra la vida humana más indefensa: el aborto, la manipulación genética y la congelación y destrucción de embriones, la eutanasia sobre los enfermos considerados “improductivos”, la explotación de los niños como esclavos, como objetos sexuales o como soldados en guerras tribales, toda explotación del ser humano de tantas maneras, etc.! Defendamos la vida humana al contemplar al Niño Jesús en el pesebre, envuelto en pañales y acurrucado por su Madre Santísima. Llevemos paz y alegría a nuestro alrededor, porque el Redentor nos ha nacido hoy. Celebremos la Navidad sin caer en un materialismo consumista y no olvidemos ser generosos en obras de caridad, pues muchos hermanos nuestros carecerán hasta de lo más necesario.
Que la Virgen Madre, que contempla a su Hijo en el pesebre, nos enseñe a vivir cristianamente la Navidad, la cual os quiero felicitar también en nombre del P. Abad.