Homilía de la Misa del día de Navidad
La celebración del hecho histórico y del misterio de fe del Nacimiento de Cristo ha sido hasta casi nuestros días un hecho que el mundo cristiano ha vivido como el acontecimiento central tanto de su fe religiosa como de la historia humana. Él representaba el episodio inicial de la historia de la salvación, que culminaría en la muerte del Calvario y en un sepulcro iluminado por la gloria de la resurrección. El hombre y la historia encontraban aquí los dos polos entre los que discurría el proyecto de Dios para la liberación del hombre tras su naufragio en el paraíso. Sobre esta fe el hombre cristiano ha trazado su camino de esperanza a lo largo de los tiempos que se iniciaron en aquel nacimiento de Cristo del que, aunque quede un recuerdo cada vez más oscuro, también el hombre de nuestro tiempo nace y renace después de su caída.
La liturgia de la Iglesia celebra hoy la renovación del Nacimiento de Cristo. Para la fe de ese resto de cristianos que perdura, y desde luego para la verdad histórica y la concepción teológica cristianas, se trata de un hecho de ayer y de hoy, porque ayer y hoy Cristo continúa presente en la historia, y pudiera ser –va a suceder de hecho- que esa presencia se intensifique de modo determinante y definitivo. Desconocemos exactamente cuándo será así, pero sí sabemos que es una predicción de cumplimiento irrevocable, como lo fue aquella primera venida que hoy conmemoramos.
La transcendencia de aquel hecho fue el origen de la innovación decisiva que la humanidad experimentó a partir del mismo: Dios penetró en la historia para ser Luz y Ley allí donde se había asentado la confusión y la oscuridad. Se convirtió así en la Palabra y el Camino que recondujeron esta situación. Y lo culminó con la entrega y posterior recuperación de su vida, para dejar establecidos los pilares de un orden humano renovado desde sus cimientos.
De hecho, Dios es la premisa mayor de cualquier cuestión humana, sobretodo la que pone al hombre en contradicción con Él y consigo mismo. Cuando prescinde de Él el hombre resulta ininteligible y caótico. Por eso Dios es el cimiento fundamental de la historia del hombre, porque Él es base, centro y vértice de todas las realidades y situaciones humanas. Todo cuanto concierne a este orden tiene a Dios como referencia central. Sobre él se estructuran todos los órdenes del universo y de la propia condición humana. De hecho, quien transmite el ser comunica el modo propio del ser, la entidad básica que le configura. Y ello, de acuerdo con una forma de subsistencia no caprichosa sino plenamente acorde con la naturaleza diseñada para él por quien es el padre de la humanidad. Por eso, el hombre sólo vive de manera humana auténtica cuando vive a la manera divina que el Creador imprimió en él y que básicamente subsistió después del pecado original.
Sabemos, sin embargo, que por nuestra parte, llevamos mucho tiempo pretendiendo anular esta perspectiva con la reivindicación de que es al hombre al que corresponde darse su propia imagen, su propio origen y entidad personal. Sin embargo, acabamos de escuchar en el Evangelio que “en el principio era el Verbo” (Jn 1, 1), la Palabra. Palabra divina que, llegada la plenitud de los tiempos, se hizo Palabra humana, encarnada en un ser humano sin dejar de ser la Palabra eterna, la que había dado el ser a todos los entes, también al humano, y con él ese modo propio y específico de su ser.
Esa Palabra –el Verbo- es la que ha producido cuanto existe, y la que ha definido la naturaleza propia de cada uno de los seres. Y por esa razón, cuando alguno de ellos, como el hombre, ha pretendido modificar ese modo de ser definido por la Palabra divina, ha hecho necesaria una nueva iniciativa de Dios, como han sido sus diversas intervenciones en el tiempo y, en un momento determinado, la de su encarnación y nacimiento humanos, para devolverle a la realidad de sí mismo. No va a ser la última, ya que aún esperamos la que será su venida final. Entretanto, tiene lugar su permanente presencia eucarística y la celebración anual de los misterios litúrgicos del Señor, que es otra forma suya de presencia en el tiempo.
El hecho más insólito de la historia, junto al de la pena a muerte de Jesús, podría ser el que está culminando en nuestro tiempo, expresado en la voluntad del hombre de eclipsarlo definitivamente en su actual forma de presencia espiritual en la tierra. Ocurre que a quien por naturaleza y definición es el Verbo de Dios le hemos quitado la Palabra: le hemos despojado de su condición de Verbo y de Palabra. Hemos silenciado, anulado, apagado la Palabra de Dios para que sea la del hombre la única que sea escuchada. Es una especie de segunda muerte de Cristo. Pero la pretensión de sustituirle en el señorío sobre el mundo y en la dirección de la historia es quimérica. Ese fue el plan de Lucifer y de los suyos en el Calvario; hoy quieren darle culminación. De hecho, puede ocurrir que el hombre prefiera no coincidir con Cristo, pero entonces deja de coincidir consigo mismo, porque el hombre no tiene otra entidad que la que recibió por la acción creadora de Dios. La anulación práctica de Su Palabra, sustituida por la nuestra, significa el silenciamiento aparente del Verbo. Pero esto suena a tiempos finales.
Aunque Él sea hoy “la voz que clama en el desierto” (Mt 3, 3; Mc 1, 3; Lc 3, 4), Él sigue siendo la “Palabra de Dios”, la única Palabra de Vida, de Verdad y de Amor que se escucha en el mundo, mientras que todas las que la han sustituido son palabras de muerte y de nada. Él es la Palabra “mediante la que se hizo todo” (Jn 1, 3), la que “contenía la vida y brillaba en las tinieblas” (Jn 1, 4, 5), la que “ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). De hecho, ¿quién, cuándo o dónde se ha dicho algo más verdadero que el Evangelio de Jesús? “La Luz ha venido al mundo, pero los hombres han preferido las tinieblas a la Luz” (Jn 3, 19), pese a que “nadie puede poner otro fundamento que el que ha sido puesto: Jesucristo” (1Cor 3, 11), y de que “al hombre no se le ha dado otro Nombre en el que pueda ser salvado: Jesús, el Cristo” (Hch 4, 12).
En realidad, Dios es el único auténtico ecosistema del hombre. Un ecosistema es el que nutre, modera, alimenta y garantiza la subsistencia de los entes que pertenecen al mismo, lo que define y determina su ser y, en el caso del hombre, su destino en el tiempo y más allá de él. El nacimiento de Dios en el tiempo es nuestro propio renacimiento. Lo fue en su primera venida en el tiempo y lo es en cada nuevo nacimiento anual. Lo será cuando regrese para restablecer definitivamente el orden inicial de las cosas y, en primer lugar, el significado primordial del hombre.
Porque no se trata de hacernos modernos con los hombres de nuestra generación, sino de mantenernos eternos con Dios, que es el único contemporáneo de todos los tiempos, Aquel que hace que los que existimos en cada tiempo permanezcamos realmente vivos porque permanecemos injertados en Él, que es “el viviente por todos los siglos” (Ap 4, 9), mientras que lo que se extirpa de Él sucumbe inexorablemente. El final de los tiempos llegará precisamente cuando de manera colectiva hayamos cortado los últimos vínculos que nos han mantenido injertados a Él. Dios es el contemporáneo de todas las generaciones. Él es el único que ha estado y permanece presente en cualquier tiempo. Por eso sonríe ante la pretensión de ponerle fuera de juego y del tiempo. El pulso y el curso de la historia siguen estando únicamente en las manos de Dios. El Verbo, la Palabra de Dios, son el soporte del mundo, del hombre y de la verdad. Prescindir de Ella es lo que nos conduce al apocalipsis. Entretanto, esperamos a “Jesucristo, esperanza de la gloria, Príncipe de la paz; el que vendrá y nos salvará”,Porque Él es el“Padre de los siglos futuros”.