Recordemos el comienzo de este texto del Evangelio: ‘En el principio ya existía la Palabra; la Palabra era Dios, y mediante Ella se hizo todo. Ella era la Vida y la Luz de los hombres. Brilló en las tinieblas, pero las tinieblas no la aceptaron’. Dentro de su brevedad, probablemente estas son las palabras más decisivas que se han escrito en cualquier tiempo.
Desde hace 20 siglos Cristo ha polarizado la historia de la parte más dinámica de la sociedad humana, sea como referencia central de la existencia humana, o bien, en sentido contrario, para polarizar en él el rechazo de la mayoría de los hombres, que le señalan hoy como el mayor obstáculo para el progreso de una humanidad que cree poder caminar sola y libre hacia la plenitud de sí misma, liberada ya de los viejos dogmas que habrían desviado el auténtico dinamismo de la historia.
Esta actitud de ruptura del hombre con la Verdad, a la que la Sagrada Escritura califica como apostasía (2Tes 2, 3), tiene el significado de deserción, retractación o repudio de la palabra inalterable de Dios. Esa palabra en la que hemos escuchado que se hizo hombre y habitó entre nosotros. La misma que había creado los mundos y en ellos al hombre, para que ambos se gobernaran por las leyes que debían regir la estructura interna de que habían sido dotados por la mano de su Autor.
Sabemos que Cristo, Hijo de Dios, el mismo cuyo nacimiento histórico renueva y celebra la Iglesia todos los años, y cuya presencia se ha hecho permanente en el tiempo a través del sacrificio y sacramento eucarísticos, está llamado a reunir en Sí mismo todas esas realidades, de las que es único Soberano, y presentarlas al Padre en nombre de todas las criaturas. Ello constituirá el acontecimiento final de la historia, porque tal es el designio de Dios y la finalidad de la encarnación. En torno a esta proyecto divino gira toda la historia humana y cósmica, y en ella estamos totalmente implicados cada uno de nosotros, lo aceptemos o no.
Pero entretanto, Cristo, el Niño, el Hombre y el Rey recién nacido, sigue siendo la cumbre de la historia. Ningún proyecto de anular su memoria o sus símbolos va a afectar a su presencia real en ella. Por el contrario, como de hecho está ocurriendo, Cristo sigue creciendo y actuando poderosamente, aunque ello esté oculto a nuestros ojos, y sigue burlando los poderes de este mundo, como ocurrió en el caso de Herodes y los Reyes Magos.
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Por eso, “en medio de las tinieblas ha aparecido una gran Luz”, porque “la omnipotente Palabra de Dios descendió hasta nosotros desde su sede real en las alturas”, de manera que “el pueblo que caminaba en la oscuridad vio una luz grande., y en ella apareció “el Nombre de quien es maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz”.
En realidad, en esta hora en que aparentemente hemos situado a Dios en las catacumbas, el suyo sigue siendo “el único Nombre en el que podemos ser salvados”. Él es el Salvador, la referencia máxima de toda plenitud y perfección para quienes las buscan en su fuente. Él es la Verdad, la Sabiduría, la Justicia únicas para quienes buscan un terreno firme sobre el que asentar los fundamentos estables de la tierra y del hombre. De hecho, no se nos ha dado otro Nombre en el que podamos ser salvados”…
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Todo lo que estamos declarando como final de Dios y de cuanto ha representado su Nombre, el Nombre de este Niño de Belén, Jesús, es la declaración de nuestro propio final como civilización, el final de cuanto hasta ahora ha supuesto la condición humana, que sólo tiene en Dios su razón de ser.
Cristo es el quicio fundamental de la historia humana , y lo ha sido muy especialmente de nuestra nación. Ante el nuevo paganismo que nos envuelve repitamos con los justos del Antiguo Testamento: “Que se abra la tierra y que germine el Salvador”. Que Él sea de nuevo la enseña bajo la que se acojan todos los pueblos, y que nuestro mundo y nuestro tiempo encuentren en Él el camino que le conduzca por el desierto hacia la única tierra prometida en la que el hombre puede encontrarse de nuevo consigo mismo y con Dios.