“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn). Estas breves palabras S. Juan al comienzo de su evangelio encierran el hecho más decisivo que ha conocido nuestra historia, y el que a cada uno nos afecta más personalmente. Un acontecimiento que es de ayer y de hoy: hoy Cristo nace y habita entre nosotros y, si le acogemos cordialmente, habita también en cada uno de nosotros. Entonces cada uno de nosotros, somos para Él su ciudad de Belén, su gruta, su pesebre, los brazos y el corazón de su Madre y de José.
En realidad, Él ha vivido con nosotros a lo largo de todas las edades, ha sido y es siempre contemporáneo de cada hombre. No le acompaña como sombra fastidiosa que le sigue, sino como la luz que le precede; ni como voz que atormenta su conciencia, sino como palabra de esperanza y de guía que le conduce. No es un ser extraño al mundo sino el más próximo y esencial a él. Ni es un extraterrestre o un personaje de leyenda. Es el Verbo eterno de Dios, que viene “a los suyos” (Jn…) y a lo que es suyo, es decir, a su mundo, que es obra de sus manos. Viene a su propia casa, a compartir su vida divina y humana con los suyos, a quienes llama hermanos, amigos, hijos.
Este mundo es su obra. Cada realidad, cada ser, cada hombre y mujer, han recibido de Él la vida, y la mantienen en Él. Él es su autor, su Padre, su Salvador. Salvador porque ha liberado al hombre de todo lo que le niega, de lo que le impide reconocerse en su verdadera condición humana -que participa también de la divina-, y descubrirse en su auténtica libertad y dignidad. Una libertad y dignidad que no es la que el hombre se da así mismo, sino las que recibe de Dios, la que le confiere su carácter de imagen e hijo de Dios.
Con el nacimiento de Cristo tiene lugar también el de un mundo y un hombre nuevos, que todavía no conocen su manifestación plena, pero sí su entrada en escena. En el hombre tiene lugar un misterio semejante al que se encierra en el Niño que María da a luz. En éste su pequeñez esconde la magnitud de un Dios y de un Hombre perfecto; en el ser humano, que es obra de Dios, se oculta una presencia divina y una realidad espiritual que la confieren una grandeza muy superior a la que manifiesta externamente. Dios no empequeñece al hombre. Es Él quien se ha empequeñecido para elevar a su criatura por encima de sí misma y hacerle semejante a Dios.
Cuando los hombres hablamos del progreso incurrimos muchas veces en el ridículo porque no le damos más extensión que la que tienen nuestras ideas y nuestras medidas, que son bien exiguas. Pero, gracias al Hombre-Dios engendrado por María, en nosotros ha prendido un germen divino, eterno y celeste, que nos invita a dar a todo lo humano una proyección más fecunda. Si el hombre sabe ya que la naturaleza humana es capaz incluso de engendrar a Dios, como lo ha mostrado Ella misma, con cuánta mayor razón puede realizar obras de una riqueza humana mucho más rica y auténtica que todo lo que se hace con ese nombre de progreso.
Porque a esas obras, que llevamos a cabo con criterios exclusivamente terrenos, lo que les falta es la densidad humana que sólo brota de la fuente de la que ha emanado el hombre nuevo: de las manos de Dios y de la encarnación de Cristo, en quien se nos ha dado la medida del hombre perfecto: “la gloria del hombre es Dios”, han afirmado los pensadores cristianos, (como S. Ireneo). Él es nuestra Verdad, es decir, nuestra realidad, el Ser a cuya imagen hemos sido hechos y cuyos rasgos señalan la naturaleza y la medida del hombre, su código de vida, su destino presente y futuro. Y para que esa verdad nos sea siempre asequible, Él se ha hecho también la Sabiduría, la Prudencia y la Fortaleza del hombre.
Por tanto, en Él confiamos, mucho más que en los hombres que dicen tener la solución a nuestros problemas. Ojalá sea verdad! Pero sabemos que “si Dios no edifica la ciudad, en vano trabajan los que la construyen” (Sal…) De ahí que los cristianos esperamos el reino de Dios. No la ciudad de los hombres, hecha a su imagen, sino la de Dios, que está hecha por el hombre, pero modelada por la verdad y la ley de Dios.
Por eso, es necesario que Él vuelva a la tierra, que el mundo sea conducido hacia la luz de Cristo, al que las generaciones anteriores a Él habían anhelado como el ‘deseado y el esperado de los pueblos’. Aquel a quien “Dios ha hecho su testigo, caudillo y soberano de naciones” (Is 55). Esa presencia soberana de Dios y ese señorío sobre el mundo, están esta noche revestidos de la apariencia más insignificante.
Pero a Él se han de dirigir los ojos y los corazones para descubrir, como los pastores, que bajo esa envoltura minúscula se esconde el poder, la fuerza y la gloria que un día ser revelarán manifiestamente, pero que ya desde ahora rige al mundo con santidad y justicia: “el reino de este mundo ha pasado a Jesucristo” se afirma en el Apocalipsis (…), porque “Dios ha dispuesto instaurar y fundamentar en Él todas las cosas” (Ef…)
De hecho, los hombres no conocerán la Paz, ni la Justicia, ni la Libertad verdaderas mientras no se inclinen ante este Niño y, como los pastores y los magos, le reconozcan como su Dios y Señor, y le ofrezcan el tributo de su adoración y obediencia. En esta “noche sagrada de fiesta” todos nosotros felicitamos a María con las primeras palabras de enhorabuena que Ella recibió. Las del Ángel Gabriel: “Dios te salve, María, llena eres de gracia”; y con las de su prima Isabel: “bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.
También para todos vosotros, en nombre de la Comunidad y en el mío: Feliz Navidad