El pasado día 3 de este mes tuvo lugar en esta Basílica la Misa en sufragio por todos los caídos en la contienda de España, cumpliendo así uno de los fines que tiene asignada la Abadía del Valle. Hoy hacemos una memoria especial de D. Francisco Franco, fundador de esta basílica y monumento, y de José Antonio. Decía entonces que de hecho los monjes prolongamos durante todo el año esos sufragios, y que extendemos nuestra oración diaria a todas las necesidades de España, porque este lugar es una especie de rompeolas a donde llegan todas las inquietudes, conflictos y zozobras que experimenta nuestra sociedad. Todo eso es algo que convertimos en parte de la ofrenda que presentamos todos los días sobre el altar y que depositamos al pie de la Cruz.
La Cruz es el símbolo emblemático del Valle, y antes lo es de todo el mundo cristiano y de toda realidad humana. Ella nos sirve para darnos la medida de nosotros mismos, la misma que el Hijo de Dios empleó para manifestar, junto con su amor al Padre y al hombre, la exigencia de devolver todas las cosas a la obediencia de Dios. En ese amor y en esa obediencia está la reconciliación de Dios con el hombre y de éste con Él, y también el comienzo de toda reconciliación posible de los hombres entre sí. En realidad, mientras los hombres se mantengan en lucha con Dios no conocerán la paz con sus hermanos. Así sucede desde que Caín se separó de Dios, lo que le condujo a volverse contra su hermano Abel, lo que fue el comienzo de esa historia interminable de la violencia humana.
No hay paz entre los hombres mientras éstos se la niegan a Dios, mientras se mantienen en pugna con Él. El Evangelio habla de “un juez que ni temía a Dios no le importaban los hombres” (Lc 18, 2). Es decir, que no le importaban los hombres porque no temía a Dios. El hombre rechaza extender a sus hermanos el honor o el respeto que niega a quien es el Padre y el Hermano Mayor de los hombres, aunque éstos tengan a veces gestos aislados de altruismo y solidaridad.
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Desde este lugar, que es una convocatoria permanente a la concordia, nosotros recordamos que la reconciliación con Dios en Cristo es premisa inexcusable para alcanzarla entre los hombres, lo cual es especialmente válido entre nosotros. Cualquier proyecto sincero de armonía debe fundamentarse en Cristo, Cabeza de la humanidad. No hay paz para el mundo fuera de Cristo: “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). El mismo que proclamó: “mi paz os dejo, mi paz os doy, no como el mundo la da” (Jn 14, 27), sino aquella que se funda en la comunión de los hombres con el Dios único, en la humanidad única de los hijos de Dios.
Aquella que se funda en la Cruz. La Cruz, también la del Valle, es siempre y únicamente la Cruz. No tiene segundas lecturas, ni otros significados ajenos al que espontáneamente le han reconocido los hombres. Como S. Pedro contestó al que le pedía que le sanara, nuestra respuesta desde aquí, como cristianos y como monjes, es que ofrecemos, en orden a esa concordia, aquello que tenemos: la Cruz y todo lo que ella representa, es decir, Cristo Vida y Palabra de perdón; Cristo Resurrección y Paz de los hombres.
Con este anhelo de conciliación en el corazón, miremos al futuro, no al pasado. Vamos a enterrar de una vez a nuestros muertos: en la paz de su descanso eterno; para que su sacrificio haga posible la paz definitiva entre los vivos, como ellos, los muertos, se encuentran reconciliados para siempre desde que se miraron cara a cara delante de Dios, Juez de vivos y muertos. La sensación de que entre nosotros crece hoy más la confrontación que la reconciliación nos debe convencer de la necesidad de abatir las espadas y las palabras mortíferas para que media España deje de sentirse herida de la otra media, y seamos capaces de “mantenernos en la unidad del espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4, 3).
Constituye una urgencia inmediata que España se encuentre a sí misma antes de que se consume la dislocación que la desgarra en toda su anchura y profundidad. Cada uno podemos recordar algunas de estas brechas abiertas sobre el dorso de nuestra nación. Pero no puede extrañar que sea así, desde que hemos elegido romper nuestro tejido secular. Dios ha sido la fuente de la fecundidad y vitalidad de nuestra sociedad, su aglutinante esencial, el referente en el que todos coincidíamos. Él ha sido la raíz que nos ha nutrido, el aire en el que hemos respirado, la vida de la que se ha alimentado nuestro espíritu.
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Hoy nos creemos más libres y fuertes porque hemos sustituido los dictados de Dios por los nuestros y su sabiduría por la nuestra. Como los constructores de la Torre de Babel, creemos poder imponer nuestra voluntad sobre la divina para elevar nuestras construcciones humanas hasta la altura del cielo. Pero Dios volverá a confundir nuestros lenguajes insensatos. Lo está haciendo ya. Eso es lo que nos ha llevado a ser hoy una nación sin alma, incapaz de levantarse por sí misma. La distancia respecto a Él nos da la medida del alejamiento de nosotros mismos. Pero todo lo que se instala fuera de Dios sucumbe. Dios es el único factor sustentante en la vida de los individuos y de los pueblos. Su exclusión desestabiliza todos los niveles de nuestra existencia.
El Valle es el símbolo de la realidad católica de la historia de España. Esa es la razón principal por la que es objeto de tanta contradicción. Con todos los que permanecen firmes en ellas, desde aquí debemos afirmar cada uno que no queremos perder nuestras raíces, nada de aquello que ha forjado nuestra identidad ante Dios y ante los hombres, nada de lo que ha hecho que nuestra nación haya puesto el servicio de Dios y de la fe en la cumbre de nuestra actuación en la historia.
Junto a la cruz no es ocioso recordar la predicción que Cristo hizo sobre Sí mismo ante su pueblo: “el Hijo del Hombre tiene que ser reprobado por esta generación” (Lc 17, 25). Lo fue por la suya y lo es por la nuestra. Pero a su expulsión y condena siguió lo inesperado: de nuevo fue visto entre los hombres lleno de una fuerza inextinguible, Señor de la vida y de la muerte. Así volverá a suceder ahora. Entretanto nos advierte a todos los que caminamos en el desconcierto: “guardad mis mandatos; ellos son vuestra sabiduría e inteligencia delante de los pueblos” (Deut 4, 6).