Queridos hermanos:
En el aniversario de su muerte, ofrecemos hoy especialmente el Santo Sacrificio de la Misa por las almas de José Antonio Primo de Rivera y de Francisco Franco, a las que unimos, como se hace en esta Basílica todos los días, la intercesión por las almas de todos los Caídos en la Guerra Española de 1936-1939, indistintamente del bando al que pertenecieran. Los dos difuntos por los que hoy oramos de un modo más particular manifestaron en sus testamentos la confianza de ser acogidos por la Misericordia divina a la hora de la muerte, el deseo de morir en el seno de la Iglesia Católica y una expresión de perdón y de paralela petición de perdón a quienes tenían algo contra ellos.
El mes de noviembre es propicio precisamente para la meditación sobre la muerte, pues es el misterio que nos descubre en gran medida el sentido de la vida. La muerte es una realidad ante la que todos nos habremos de encontrar un día y que no podemos esquivar. Sin pensar en ella de un modo tétrico, debemos sin embargo tenerla presente con frecuencia y estar siempre preparados para el momento en que nos hayamos de encontrar ante el juicio de Dios. El hecho de palpar la muerte ha llevado a cambios radicales en la vida de muchas personas, como al propio José Antonio, quien tras el asesinato de Matías Montero advirtió que la cacería en la que él había estado mientras sucedía aquello sería “el último acto frívolo de mi vida”. Asimismo, la inmediatez de la muerte condujo a un oponente suyo, Manuel Azaña, a redescubrir la fe al final de su vida, recibiendo los últimos sacramentos y humedeciéndose sus ojos de lágrimas al besar el crucifijo. La muerte nos descubre, ciertamente, que “no vale la pena vivir la vida si no es para quemarla al servicio de una empresa grande”, como dijo el primero parafraseando a un autor espiritual francés.
También el olor de la muerte en el Madrid de los años terribles de la guerra llevó a un filósofo agnóstico como Manuel García Morente a su conversión, producida de modo definitivo en una noche que quedaría grabada para siempre en él y que, con el tiempo, le haría profundizar en el ansia de eternidad propio del estilo español y que había hecho exclamar a Santa Teresa aquel “muero porque no muero”.
El hombre no puede colmar en esta vida todas sus esperanzas e ilusiones. Debe trabajar en la tierra para mejorar las condiciones de sus hermanos, los hombres, sin olvidar que su última meta está en el Cielo. Precisamente, la conciencia de que al final de su vida habrá de rendir cuentas al Altísimo, será el mejor estímulo para buscar la verdad, el bien y la justicia. El legítimo amor a la Patria terrena, que es una virtud derivada de la piedad filial, del cuarto mandamiento de la Ley de Dios, debe complementarse con el anhelo de alcanzar la Patria definitiva, la celestial, la dicha eterna gozando de la visión de Dios y de la compañía sin fin de los ángeles y de los santos. Allí el hombre ya no necesitará la fe y la esperanza, pues no necesitará creer lo que ya ve ni esperar lo que ya tiene, sino que sólo permanecerá la caridad, el amor más excelso, el amor de Dios y a Dios que se traduce en amor a los demás.
Ese amor a los demás, ya aquí en la tierra, debe manifestarse en la capacidad de perdonar y de pedir perdón. La convivencia social es imposible si se intenta construirla desde la revancha, la venganza y la damnatio memoriae, que son formas de odio. El odio sólo conduce a la autodestrucción, tanto a nivel personal como a nivel social. Frente al odio, sólo cabe la caridad, que es el amor que nace de Dios y a Dios se devuelve, y es también el amor a los hombres por amor de Dios. La lección máxima del amor se ha dado desde la Santa Cruz, donde Jesús nos ha reconciliado con el Padre y nos ha enseñado a perdonar. Los brazos de la Cruz de Cristo son así brazos redentores que derraman el amor y el perdón de Dios sobre todos los hombres. Así lo entendió antes de morir un joven laico de 27 años preso por motivos religiosos en Lérida en 1936, Joaquín Lacort, que escribía a su madre animándola a “amar al prójimo, hasta a nuestros enemigos, que ellos dicen, porque yo no los tengo al perdonar a todos”. Antes de ser asesinado, dejó además escrito en las paredes de la celda: “Hermanos, nunca os abandonaré desde el Cielo. Perdono a todos. Para mí no hay enemigos. Morir por Cristo no es morir, es pasar a una vida de gloria inmensurable”.
Que María Santísima interceda por las almas de todos aquellos a quienes encomendamos y para que nosotros, sabiendo amar a todos sin excepción, podamos alcanzar un día nuestra meta final: el Cielo.