“Portones, alzad, los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas; va a entrar el Rey de la gloria” (Lit; sal 23). Así fue proclamado muchos siglos antes por la palabra de Dios lo que esta noche se hace realidad. Una realidad que, con el conjunto de la vida de Cristo, llega a nosotros como el más decisivo de los acontecimientos que han tenido lugar en la historia. Dios es un “Dios con nosotros” para que Él pueda ser plenamente Dios en nosotros, y nosotros, en Él, plenamente humanos.
Porque Él viene como uno de nosotros para que en Él nos veamos y nos recordemos a nosotros mismos en nuestra verdadera imagen. Él recibió en su nacimiento nuestra figura humana y nosotros contemplamos en Él al hombre perfecto, el verdadero Adán en el que están diseñados los rasgos del hombre auténtico trazados por la mano del Creador. Y como decimos todos los días en la Misa, de este intercambio de naturalezas, de Él recibimos además una participación en su condición divina: como escribe S. P., “Dios nos llamó a participar en la vida de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro” (1 Cor 1,9)._x000D_ En estos días en que todos nos intercambiamos también obsequios y nos expresamos los mejores deseos, Jesús es el regalo del Padre a todos los hombres, en esta noche, en todas las noches y días de nuestra vida. Él es su regalo permanente a la humanidad. Un presente verdaderamente divino que tiene nombre de Dios y de Salvador, de Señor y de Libertador, de Verdad y de Paz, de Amor y Perdón.
Él es el que puso y sirvió nuestra mesa, el que nos hizo hermanos en torno a ella, para que recordáramos que tenemos un Padre común, que está junto a nosotros “como el que sirve”, pero al que corresponde la administración de su casa mediante sus propios mandamientos, por lo que nos pide, humilde pero firmemente, que demos a Dios lo que es de Dios después de habernos dado en su Hijo todo lo que es de Dios.
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, (Jn 1..). Habíamos ofuscado la existencia y la presencia de Dios y Él se hace históricamente presente para recordarnos que Dios sigue ahí, junto a todos los que han pasado y junto a todos los que vendrán. Vino para decirnos que nuestro sitio está junto a Él, que habitemos con Él, como Él habitó junto a y dentro de nosotros, porque nuestra existencia no tiene sentido ni eficacia alguna fuera de Él. Vino para recordarnos que su Vida y su Palabra representan el Camino y la Verdad cuyo itinerario marca la dirección única de la historia humana.
Pero nos dice también S. Juan: “Los suyos no le reconocieron” (Jn 1..). Ahora bien, en la medida en que hacemos inútil la venida de Cristo hacemos estéril nuestra historia y nuestra vida. Él ha venido para reiterarnos no sólo cuál es el camino que lleva a Dios sino el que lleva a la realización exacta de nuestra propia existencia, el que conduce al encuentro con nosotros mismos según la única verdad y realidad del hombre. Ese es el mensaje de su Evangelio y de su vida. ¿Qué futuro podemos esperar para nosotros cuando nos hayamos declarado incompatibles con Dios y hayamos cancelado cualquier vínculo con Aquel al que de siempre habíamos reconocido como “nuestro padre por todos los siglos” (…), Aquel en el que los hombres habían “saciado de bienes sus anhelos, y en el que, como la de un águila, se había renovado su juventud” (Sal 102)? Cuando nos hayamos separado del origen, del centro y del destino que convergen en Dios, sobre cuyo eje está llamada a girar la vida del hombre, el mundo entrará inevitablemente en una babel alucinante.
Todas nuestras expectativas para recuperar la paz, el orden y la genuina libertad humana, están condicionadas a que recobremos la paz con Dios. “Que hagan la paz conmigo, que hagan la paz conmigo”, clamaba Yhavé dirigiéndose a su pueblo (Is 27, 5). Porque “Él es nuestra Paz” (…), y solo Él conoce la naturaleza humana y con ella los principios naturales y divinos capaces de mantenerla en su orden y en su fines. Al margen del hecho histórico de la encarnación y de los acontecimientos que la siguieron, como fueron la proclamación del Evangelio, la muerte y resurrección de Cristo, la instauración del reino de Dios, la historia del hombre carece de relevancia.
Esos acontecimientos son fundantes de la verdad y del progreso del hombre en todas las esferas. En ellos se ha descrito el camino de Dios hacia el hombre, y el que el hombre ha de recorrer hacia Dios: “seguid el camino que os marcó el Señor, vuestro Dios, y viviréis” (Dt 5, 33), como Él mismo reiteró tantas veces a su pueblo. Sabemos que, de hecho, cada vez nos alejamos más del centro de energía y de sabiduría al que pertenece la dirección de la historia. Por eso, hemos de reponer a Dios como fuente de inspiración de la vida personal y colectiva, de manera que sepamos discernir todo lo que nos rodea según la verdad de Dios, y la obediencia a la fe se vuelva a hacer presente en todos los corazones y en todas las naciones.
Hoy aparece en este Niño la salvación, la fuerza y el poderío de nuestro Dios, Aquel que “abre y nadie puede cerrar, el que cierra y nadie puede abrir”. A Él le pedimos con la humanidad de todos los tiempos: ‘ven y libra a los cautivos que viven en tinieblas y en sombras de muerte’. Él que es la fuerza de los débiles contra los poderosos y los mentirosos que han reducido este mundo a la miseria espiritual, moral y económica. El “vendrá para decir a los cautivos: salid, a los que están en tinieblas: venid a la luz” (Is 49). Y entonces, “cuando os purifique de vuestras culpas, haré que se pueblen las ciudades y que las ruinas se reconstruyan” (Ez 16, 36), es decir, haré que la ciudad de este mundo se vuelva a poblar de hombres habitados por el Espíritu de Dios, capaces de entonar el cántico nuevo de los redimidos.
Todas estas expectativas las encomendamos a la que esta noche engendró para nosotros al que las generaciones precedentes habían mirado como la ‘esperanza de las naciones y el salvador de los pueblos’, el mismo que viene a nosotros como “justicia, santificación y redención” de los hombres (…). Ella, María, continúa hoy presentándonos a su hijo como esa esperanza única de los hombres. Es el Hijo en el que nos ha engendrado a todos y “de cuya plenitud todos hemos recibido” (…). Pidámosle, como a nuestra Madre y Maestra, que nos enseñe a acogerle y que Ella guie nuestro crecimiento como hijos de Dios.
Felices navidades