Queridos hermanos:
Desde niños, todos hemos vivido con un gozo especial esta “noche santísima”, como la ha denominado la oración colecta, y no por algo tan mundano como las luces, los adornos, los regalos o incluso algo más bello como son las reuniones familiares con todo su encanto. En ocasiones, la falta de alguien que siempre nos acompañaba en estas fechas y que ya ha fallecido o se encuentra gravemente enfermo, nos causa tristeza. Pero, a pesar de ello, nada elimina un motivo profundo de alegría en esta noche santa, y es, por supuesto, la celebración del Nacimiento de Jesús.
Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo encarnado y, por lo tanto, verdadero Dios y verdadero hombre, es “irradiación esplendorosa de su gloria” (de la gloria del Padre), como nos dice el libro de la Sabiduría y lo repite la Carta a los Hebreos (Sab 7,25; Hb 1,3) y es “la luz del mundo” que nos otorga “la luz de la vida”, como Él ha dicho de sí mismo (Jn 8,12). Esto nos hace comprender la afirmación que hemos escuchado al profeta Isaías cuando nos ha hablado de la “luz grande” que ha brillado en medio de la tiniebla (Is 9,2-7). Y es así como esta luz grande, Dios que es luz, ha envuelto de claridad a los pastores en Belén, según nos ha descrito el Evangelio (Lc 2,1-14).
Durante el tiempo de Adviento hemos venido preparándonos para este acontecimiento que desborda todos los cálculos humanos: que Dios asuma nuestra naturaleza para hacerse uno de nosotros y reconciliarnos consigo, viniendo al mundo para vivir entre nosotros, morir y finalmente resucitar. Cristo nos ha reconciliado así con el Padre, nos ha devuelto su amistad y nos ha alcanzado incluso el ser hechos hijos adoptivos de Dios, comunicándonos la vida divina por el Espíritu Santo.
El Adviento, en efecto, nos ha preparado para celebrar, rememorar y revivir esta primera venida del Hijo de Dios al mundo, la venida del Verbo encarnado. Asimismo, nos ha recordado que debemos estar vigilantes para su segunda venida gloriosa, la Parusía, que tendrá lugar en un momento que nosotros no podemos conocer, para vencer definitivamente al demonio, al pecado y a la muerte y juzgar a todos los hombres y que todo sea recapitulado e instaurado en Él (cf. Ef 1,10).
Pero además, el Adviento nos tiene que haber venido haciendo recalar en otra venida intermedia de Jesucristo, de la que habla San Bernardo, y de la que debemos tomar singular conciencia en el tiempo de Navidad. Es su venida a nuestras almas y a nuestros corazones, y muy especialmente también en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Alabemos al Niño Jesús en el pesebre y cantémosle villancicos, agradecidos por su primera venida para redimirnos del pecado y otorgarnos la salvación. Mirémosle pequeño, humilde, necesitado y mendigo de nuestro amor, y unámonos a María y a José para darle todo lo que precisa. Adorémosle con los ángeles, con los pastores y con los magos, porque en Él reconocemos al Dios verdadero, al Mesías Salvador y al modelo perfecto del hombre.
Pero también hagamos que su venida sea posible realmente en nuestro interior, en nuestras almas y en nuestros corazones. Preparémonos para ser nosotros mismos el portal de Belén, conscientes de que, si evitamos el pecado mortal y lo confesamos cuanto antes, y si tratamos asimismo de evitar todo pecado y de hallarnos en estado de gracia, limpios y puros para Jesús, Él vendrá a morar en nosotros, a habitar en nuestras almas, a depositar todo el amor de su Sagrado Corazón dentro de nuestro pobre corazón.
Él lo ha prometido, y ha prometido que con Él vendrán también el Padre celestial y el Espíritu Santo, para que seamos así realmente morada santa de la Santísima Trinidad, casa de Dios, refugio de su amor infinito: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23); “Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17). De este modo, también nuestro cuerpo se convierte en templo del Espíritu Santo, como afirma San Pablo (1Cor 6,19-20).
Queridos hermanos: si somos conscientes de esta riqueza inmensa, de este tesoro inagotable de gracia y de vida espiritual que es conocer y alentar la vida divina en nuestro interior, en nuestras almas y en nuestros cuerpos, entonces la realidad de Belén se hará verdadera y permanentemente actual en nosotros y estaremos preparados para cuando el Señor vuelva en gloria y majestad o para cuando venga a llamarnos al final de nuestras vidas. Descubramos al Niño Jesús también muy especialmente presente en la Santísima Eucaristía, en el momento de la consagración, al recibirlo en la comunión, cuando esté reservado en el sagrario y cuando lo veamos expuesto en la custodia. No olvidemos en estas Navidades asistir a la Santa Misa, sobre todo en los domingos y en los días de precepto, cosa que pido a los padres de los escolanos que recordéis a vuestros hijos.
Al término de la Misa, la Escolanía ofrecerá el tradicional recital de villancicos delante del coro. Cabe destacar que justamente hoy se cumplen los 200 años del villancico “Stille Nacht”, “Noche de Dios, noche de paz”, que se estrenó en Oberndorf, una aldea del Imperio Austro-Húngaro, en la Misa del Gallo del 24 de diciembre de 1818. La letra fue escrita por el sacerdote Joseph Mohr y la música fue compuesta por Francis Xavier Gruber.
A todos, que el Niño Jesús os bendiga y os conceda una Feliz Navidad.