Queridos hermanos:
Esta “noche santísima”, como la ha denominado la oración colecta, es una noche grande, una noche especial, una noche que desde niños todos hemos vivido con gozo. Incluso aunque pueda presentársenos a veces con cierta dureza por el recuerdo y la falta de alguien que ya no está físicamente entre nosotros o por alguna circunstancia que nos cause dolor, todos somos capaces de descubrir que existe algo que traspasa esta noche y le da un sentido trascendente. No son, desde luego, los anuncios publicitarios, los adornos, las luces de colores y ni siquiera las cenas o las reuniones familiares que, en ocasiones, como digo, pueden tener lugar ya sin alguien que antes nos acompañaba. Es algo mucho más profundo lo que da un significado singular a esta noche. Es, sin duda, el Nacimiento de Cristo, la luz verdadera que alumbra a todo hombre, la luz que brilla en medio de la tiniebla, como sucedió en Belén, donde apareció esa “luz grande” anunciada por el profeta Isaías en la primera lectura (Is 9,2-7). Por eso, según el texto del Evangelio de San Lucas (Lc 2,1-14), “la gloria del Señor envolvió de claridad” a los pastores.
El Niño Jesús en el portal de Belén, recostado sobre el pesebre porque la Sagrada Familia no tuvo sitio en la posada, nos enseña en esta noche cuál es su camino: camino de humildad y de pobreza. Jesucristo ejerce su realeza y su señorío por su condición divina, pues como Dios es Señor de toda la Creación. Pero este Rey universal hecho Niño pobre nos ha dado ejemplo de cómo ejercer ese señorío sobre todas las cosas desde la humildad y el abajamiento, desde el anonadamiento, desde lo que en griego se denomina la kénosis y San Pablo ha expuesto magistralmente en la carta a los Filipenses (Flp 2,5-11). Él, siendo Dios, se ha anonadado asumiendo la naturaleza humana para elevarnos a nosotros hacia Dios e introducirnos en la vida divina, vida de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Todo un Dios eterno y omnipotente se ha hecho Hombre y ha nacido Niño por nosotros.
De forma natural, los niños suscitan en nosotros la ternura, y ¡cuánto más si consideramos que el Niño al que contemplamos es todo un Dios de poder infinito que se ha hecho pequeño y débil para hacerse uno de nosotros y vivir entre nosotros! Por eso, si el Verbo encarnado nos enseña este camino de anonadamiento y humildad, es por lo que San Pablo nos exhorta a imitarle: “Tened los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2,5). Es decir, tenemos que imitar a Cristo e imitarle desde Niño. Él es el modelo supereminente del hombre nuevo redimido por su Sangre, es quien nos esclarece el misterio del hombre como dice el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, n. 22) y, como enseña Santo Tomás de Aquino, “el mismo Verbo encarnado es causa eficiente de la perfección de la naturaleza humana” (Summa Theologiae, III, q. 1, a. 6 in c).
¿Cómo imitarle, entonces? Como exhorta San Pablo: teniendo sus mismos sentimientos, pensando como Cristo y amando como Cristo. Es decir, como también señala el Apóstol en el texto de Filipenses al que me refiero, viviendo unidos y concordes “con un mismo amor y un mismo sentir”, no obrando por rivalidad ni por ostentación, considerando superiores a los demás, buscando el interés de los demás y no encerrándonos en nuestros propios intereses (Flp 2,2-4).
Es un camino de humildad muy distinto de los caminos que este mundo y el demonio nos proponen. Jesús nos ha enseñado ese camino de humildad haciéndose Niño, asumiendo la debilidad humana, naciendo incluso en pobreza material. Sin dejar de ser Dios, se anonadó asumiendo nuestra naturaleza humana y en ella misma se humilló por obediencia a los designios del Padre celestial, asumiendo la muerte e incluso una muerte de cruz, la más ignominiosa del mundo romano. Pero eso precisamente fue lo que llevó a su exaltación gloriosa, a su Resurrección con la que ha abierto las puertas a la elevación del hombre hacia Dios.
Éste es, pues, el Niño que, como nos ha dicho Isaías, “lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz”. Este Rey y Redentor universal nos enseña el valor de la pobreza: primero y ante todo, la pobreza de espíritu, que es propiamente la humildad; pero también el desprendimiento de todo lo superfluo, de todo lo innecesario, de lo que nos ata a lo temporal y perecedero y nos impide volar libremente hacia las realidades celestiales y eternas, que son las más importantes y las que debemos esperar. En estos días de las fiestas navideñas, no nos dejemos arrastrar por el consumismo que nos hace olvidar cuál es el sentido profundo de la Navidad y el verdadero objetivo de nuestra vida.
Este año, gracias a Dios, nuestros hermanos cristianos perseguidos de Irak están pudiendo volver a sus ciudades y hogares destrozados. Tengámoslos presentes en nuestras oraciones para que puedan reconstruir sus bienes, sus vidas y la presencia cristiana en aquellas tierras donde rezan en arameo, la lengua que habló Jesús en Palestina.
Que María, José y el Niño os concedan a todos una Feliz Navidad.