Queridos hermanos:
Esta noche, como hemos rezado en la oración colecta después del canto del Gloria, es una “noche santa”, porque ha sido iluminada con el nacimiento de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación. Él es “la luz verdadera”, como también hemos recitado en la misma oración; es “la luz grande” que anunció el profeta Isaías, según hemos escuchado en la primera lectura (Is 9,2-7).
Jesucristo es la luz enviada por el Padre, “irradiación esplendorosa de su gloria”, según se nos dice en el libro de la Sabiduría y lo repite la Carta a los Hebreos (Sab 7,25; Heb 1,3). Por eso, “el pueblo que caminaba en tinieblas”, al decir de Isaías, ahora ha recibido la luz de Cristo para caminar sobre seguro: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). El pueblo de Israel aguardaba al Mesías, al Salvador, y Éste no es otro que Cristo. Nosotros también caminamos en tinieblas cuando olvidamos que sólo Cristo puede iluminar nuestra vida en este mundo; caminamos en tinieblas cuando ponemos nuestros objetivos y nuestros anhelos en otras cosas que excluyen a Cristo; caminamos en tinieblas cuando, ante los sufrimientos que nos pueden venir en la vida, no miramos a Cristo para encontrar en Él consuelo, aliento y esperanza. Sin Cristo caminamos en tinieblas; con Él, caminamos en la luz.
El mismo nacimiento de Cristo nos ofrece luz para muchas cosas en nuestra vida, como les sucedió a los pastores a los que el ángel anunció este acontecimiento, según hemos escuchado en el texto del Evangelio de San Lucas (Lc 2,1-14): a ellos, se ha dicho, “la gloria del Señor los envolvió de claridad”.
Primero, y ante todo, se nos ha manifestado que Él es el Salvador, el Mesías, el Señor. Y exactamente eso es lo que San Pablo expresa en la carta a Tito que hemos leído: es “el gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo” (Tt 2,11-14). Isaías le ha llamado “Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz”. Por eso, no busquemos otros redentores y salvadores; es inútil que procuremos encontrar fuera de nuestra fe católica las respuestas a las preguntas fundamentales que se hace el ser humano acerca de la vida y de la muerte; es absurdo sustituir a Jesucristo por un líder político, por una ideología, por el dinero o por cosas vanas que mañana ya no tienen ningún valor, ni siquiera material.
La segunda gran enseñanza del nacimiento de Cristo, de ese Mesías Salvador que es verdadero Rey y Señor, es la humildad, que es la virtud sobre la que pivota fundamentalmente la espiritualidad de la Regla de San Benito. Jesucristo ejerce su realeza y su señorío por su condición divina, pues como Dios es Señor de toda la Creación, pero nos ha dado ejemplo de cómo ejercerlo desde la humildad y el abajamiento, desde lo que en griego se denomina la kénosis. Él, siendo Dios, se ha abajado asumiendo la naturaleza humana para elevarnos a nosotros hacia Dios e introducirnos en la vida divina, vida de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Todo un Dios eterno y omnipotente se ha hecho Hombre y ha nacido Niño por nosotros. En la noche que ahora celebramos, su abajamiento se nos presenta ante todo en su Infancia, en este hacerse Niño y en su nacimiento, no en un palacio, como correspondería al verdadero Rey que es Cristo, sino en un pobre pesebre, porque ni siquiera había sitio en la posada para Él (Lc 2,7).
Por lo tanto, y unida a la humildad, el nacimiento de Cristo también nos enseña el valor de la pobreza, virtud por la que San Francisco de Asís tenía una devoción singular. La pobreza, además de la pobreza de espíritu que es propiamente la humildad, significa sobre todo el desprendimiento de todo lo superfluo, de todo lo innecesario, de todo aquello que no necesitamos, de lo que nos ata a lo temporal y perecedero y nos impide volar libremente hacia las realidades celestiales y eternas, que son las más importantes y las que debemos esperar. En estos días de las fiestas navideñas, es muy importante no olvidar este valor de la pobreza rectamente entendida, ya que el consumismo que en estas fechas nos asalta nos hace olvidar fácilmente cuál es el verdadero objetivo de nuestra vida y nos hace olvidar también que hay pobres que necesitan de nuestra ayuda generosa.
En fin, entre otras muchas lecciones más, el nacimiento de Cristo nos ofrece además la enseñanza y la lección de la vida familiar: la Sagrada Familia, formada por María, José y el Niño Jesús es el modelo de toda familia cristiana, de un matrimonio que vive la fidelidad mutua, de una familia unida, de una familia que vive inmersa en el amor de Dios, de una familia que vive en espíritu de oración y trabajo, de una familia que rehúye lo superfluo, de una familia que ha sabido vivir la pobreza y la humildad.
Como todos los años, en esta noche quiero que tengamos un recuerdo para nuestros hermanos cristianos perseguidos, especialmente en Próximo Oriente. Su ejemplo nos alienta a quienes vivimos la fe tal vez más aletargados.
Que María, José y el Niño os concedan a todos una Feliz Navidad.