Queridos hermanos:
Esta noche, como hemos rezado en la oración colecta después del canto del Gloria, es una “noche santa”, porque ha sido iluminada con el nacimiento de Cristo, la luz verdadera. Es también lo que hemos escuchado en la profecía de Isaías (Is 9,2-7): “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande: habitaban tierras de sombras y una luz les brilló”. Esta luz, como dice el mismo profeta, es el Niño que nos ha nacido, el Hijo que nos ha sido dado, el Príncipe de la paz. Jesucristo, ciertamente, es la luz del mundo, como Él mismo dice de sí, y el que le sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).
Éste y no otro es el verdadero motivo de alegría de la Navidad y el sentido auténtico de celebrar estas fiestas: la Navidad no se puede entender sin la venida al mundo de nuestro Salvador y Redentor, el Mesías anunciado, según se ha cantado en el salmo (Sal 95) y los ángeles anunciaron a los pastores en medio de la noche (Lc 2,1-14). Las fiestas de Navidad no tienen sentido sin Jesucristo, el Mesías que ha venido al mundo para redimirnos del pecado y reconciliarnos con Dios, para devolvernos la vida, para hacernos hijos adoptivos de Dios por Él, que es el Hijo unigénito del Padre celestial (cf. Jn 1,12; Ef 1,5; 1Jn 3,1-2). Por eso resulta absurdo eliminar los belenes de las plazas públicas y cambiar el nombre de estas fiestas por el del solsticio de invierno, propio de un vetusto paganismo. Al menos, se debe tener el valor de reconocer que la Navidad y el cristianismo forman parte esencial de nuestra cultura europea y de nuestra civilización occidental. De lo contrario, ¿habrá que quitar de los museos los cuadros de grandes pintores porque muestran una temática religiosa en una altísima proporción y muchos de ellos representan precisamente el misterio del Nacimiento de Cristo? El laicismo, al que ya el papa Pío XI calificó en 1925 como “enfermedad de nuestra época” (encíclica Quas primas), peca cuanto menos de incultura e ignorancia.
Tampoco tiene sentido trastocar el sentido profundo de la Navidad para convertir estas fiestas en una ocasión para el consumismo, como lamentablemente hacemos con frecuencia. San Pablo, en la carta a Tito (Tt 2,11-14), nos ha exhortado a “llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa”, renunciando a los deseos mundanos, porque “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” y además esperamos la segunda venida gloriosa del “gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo”. El Apóstol nos propone una vida sobria, renunciando a los deseos mundanos: ¡qué diferencia con el despilfarro en que tantas veces caemos en estas fechas! Es lícito y hasta bueno celebrar estas fiestas de un modo especial y expresar la generosidad y el cariño en la comida y en los regalos, pero siempre dentro de la mesura debida. La virtud de la generosidad debe ir unida aquí a la virtud de la templanza.
En este año jubilar de la Misericordia que el papa Francisco ha convocado, puede resultar muy adecuado meditar los misterios de la Navidad contemplando el amor de Dios a nosotros, los hombres pecadores, que se expresa en su Hijo hecho hombre, en el Niño Jesús nacido en Belén. El texto del Evangelio que hemos leído concluye con el canto de los ángeles en la aparición que anunciaba su Nacimiento a los pastores: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2,14). Los ángeles, pues, reconocen este amor de Dios a los hombres, por el que ha tenido lugar la Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios.
San Ignacio, retomando en buena medida la meditación ofrecida por el cartujo Ludolfo de Sajonia, a quien leyó con tanto entusiasmo en su proceso de conversión en la casa-torre de Loyola, propone en los Ejercicios espirituales contemplar cómo la Santísima Trinidad, ante la penuria de los hombres caídos por el pecado original, determinó en la eternidad que la segunda persona divina, el Hijo, se hiciera hombre para salvar al género humano y fue así como vino al mundo, cumpliéndolo con el anuncio del arcángel San Gabriel a la Virgen María y mediante la Encarnación del Verbo en su seno por obra del Espíritu Santo (EE, 102; Ludolfo Cartujano, Vita Christi, caps. 1-2). Por lo tanto, la Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios es una manifestación nítida de la misericordia divina hacia el hombre, de su amor infinito por él, de su deseo de salvarle y de hacerle hijo de Dios.
Finalmente, quisiera recordar dos cosas para concluir. Por una parte, animar a todos, y de un modo especial a los padres de nuestros escolanos, que procuren fomentar en la vida familiar el espíritu cristiano de la Navidad, teniendo presente el deber de oír Misa entera los domingos y fiestas de guardar y la conveniencia de rezar todos los días con los niños para que sigan viviendo lo que aprenden en la Escolanía. Por otra parte, quiero tener un recuerdo muy especial a nuestros hermanos cristianos perseguidos en diversos países del mundo, pero sobre todo a los de Siria e Irak, cuyo sufrimiento nos resulta cada vez más cercano porque, como bien avisó el arzobispo de Mosul en el verano de 2014, lo que ellos estaban padeciendo entonces ya lo hemos comenzado a padecer también en Europa. Ojalá la Virgen María traiga la paz a esas tierras y haga que las campanas puedan repicar de nuevo el año próximo en la llanura de Nínive anunciando el Nacimiento de su Hijo, el Mesías Salvador.
A todos: Feliz Navidad.