Queridos hermanos:
Desde niños, todos vivimos esta noche con un gozo especial. Incluso cuando en ocasiones puede transcurrir con dureza por la falta de alguien que ya no está físicamente entre nosotros o por alguna circunstancia que nos causa dolor, hay algo siempre que la traspasa y la llena de un sentido especial. Ese algo no son los adornos, las luces de colores, las cenas o las reuniones familiares. Es, por supuesto, algo mucho más trascendente lo que da un significado especial a esta noche. Aun por oscura que en ocasiones nos pueda sobrevenir, en ella brilla una luz, como nos ha dicho la oración colecta de la Misa: es el Nacimiento de Cristo, la luz verdadera. Éste es el acontecimiento que ilumina esta noche, como sucedió en Belén.
Cristo es la luz que ilumina los corazones y las almas, que da calor al mundo, que alumbra el camino de nuestra existencia, que aclara el misterio de la vida y de la muerte, que brilla en medio de las tinieblas para la Iglesia que se deja guiar por Él (cf. Is 9,2-7, primera lectura). La luz es necesaria para no tropezar, para descubrir la ruta que tenemos que seguir, para saber alcanzar la meta. Jesucristo es la verdadera luz de nuestra vida y no hay otra. Él es la luz enviada por el Padre, “irradiación esplendorosa de su gloria”, como nos dice el libro de la Sabiduría y lo repite la Carta a los Hebreos (Sab 7,25; Heb 1,3). Él mismo lo ha dicho: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
¿Por qué puede hacer esta afirmación de Sí mismo? Porqué Él, como nos han advertido todas las lecturas y el salmo de hoy, es el Mesías, el Salvador. Él es verdaderamente el Hijo unigénito de Dios, que viene a salvarnos, habiéndose encarnado en el seno virginal de María y naciendo como verdadero hombre. Al haber asumido nuestra naturaleza, uniéndola a la naturaleza divina en la única persona del Verbo de Dios, ha querido compartir nuestra flaqueza y nuestra debilidad para redimirnos del pecado y elevarnos hasta Dios. Así se ha mostrado como verdadero Salvador, superando la distancia existente entre Dios y el hombre.
Queridos hermanos: en esta noche y en estas fechas siempre tenemos presentes a todos aquellos que queremos y cuya compañía no podemos compartir o sabemos que pasan por circunstancias difíciles e incluso dolorosas. Extendiendo nuestra mirada más allá de los más próximos por motivos familiares o de amistad, debemos tener muy presentes en esta noche y en estos días a tantos hermanos nuestros, a tantos cristianos que especialmente en Siria e Irak están padeciendo una de las más crueles persecuciones religiosas de toda la Historia de la Iglesia y una de las situaciones de mayor violencia de todos los tiempos. Nuestro pensamiento y nuestro corazón no deben olvidar hoy a tantas personas y familias que habrán de pasar la Navidad expulsados de sus hogares y de sus iglesias, con miembros de su familia asesinados y secuestrados y con la carencia para poder cubrir sus necesidades básicas.
No podemos dejar de pensar en los cristianos de la llanura de Mosul, la antigua Nínive, en Irak, comarca en la que este año no se escuchará el sonido de las campanas anunciando el Nacimiento de Cristo. No podemos dejar de pensar en estos cristianos iraquíes que, en el mejor de los casos, han podido llegar refugiados a la región norteña del Kurdistán. No podemos dejar de pensar en el pueblo sirio, del cual más de la mitad se encuentra desplazado de sus hogares.
Sin embargo, en medio del dolor causado por esta situación de guerra y de terrorismo, la luz que es Jesucristo sigue iluminando la noche. En medio del sufrimiento, la luz de Cristo alumbra infundiendo esperanza a los cristianos de aquellas tierras y de todo el mundo. Como ha dicho el Papa Francisco, la realidad que allí se vive está haciendo posible un “ecumenismo del martirio”, porque éste lo están padeciendo tanto cristianos católicos como ortodoxos y está favoreciendo el camino de la deseada unidad. Ahora se hace posible, por tanto, incidir con esperanza en la fe común que nos une: después de muchos siglos de incomprensiones, la Iglesia Católica y las Iglesias orientales han ido profundizando en lo que parecía separarlas y descubriendo la misma fe en Jesucristo, siendo necesario aún penetrar en otros puntos que nos diferencian. Por ceñirnos al caso de Irak, cabe recordar la Declaración cristológica común de San Juan Pablo II y el Patriarca de la Iglesia Asiria Mar Dinkha IV en 1994, donde, lejos de toda sospecha de la vieja herejía nestoriana, se confiesa a Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, cuya divinidad y cuya humanidad están unidas en la única persona divina del Verbo, y se reconoce que María es verdadera Madre de Dios.
Que Ella, que alumbró en Belén a la Luz del mundo, traiga la paz a esos pueblos y os conceda a todos una Feliz Navidad.