Queridos hermanos:
“En el principio ya existía la Palabra…”, comienza diciendo el Evangelio de San Juan de hoy (Jn 1,1-18). ¡Qué escuetas, pero qué llenas de contenido, qué profundas y qué hermosas estas palabras! Era algo lleno de sentido teológico que el rito latino de la Santa Misa concluyera tradicionalmente con este inicio del Evangelio de San Juan: In principio erat Verbum… Y es que todo el misterio de Cristo aparece sintetizado y resumido en este pasaje.
Nos entusiasma sin duda la figura de Jesús. Nos gusta observarle en sus gestos, escuchar sus palabras, meditar sus acciones… Nos gusta la figura humana de este Hombre sin igual, lleno de ternura y delicadeza, a la par que de firmeza y de entereza. Nos atrae su ejemplar humanidad, por medio de la cual descubrimos su divinidad. Pero tal vez pocas veces nos paramos a contemplar a Jesús en su mismísima divinidad, en su eterna divinidad y en su realidad divina previa a la Encarnación.
“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios”. La Tradición de la Iglesia ha consagrado como concepto teológico el término “Verbo” (Verbum), equivalente al Logos griego. Hoy varias traducciones han querido hacerlo más asequible al lector moderno y han preferido emplear el término “Palabra”. Pero esto no debe hacernos olvidar que, teológicamente, Logos y Verbum o Verbo tienen un significado mucho más profundo aún, que el término “Palabra” no llega a expresar de forma tan completa. Con Logos y Verbum o Verbo, además de la “Palabra” emitida por el Padre, también se nos da la idea de “pensamiento”, de “entendimiento”, de “razón”.
El Verbo es el Verbo de Dios, el Hijo Unigénito del Padre, existente desde el principio, coeterno con el Padre, porque no sólo estaba junto a Dios, sino que Él mismo es Dios, según nos ha dicho el evangelista. Él está “en el regazo del Padre”, “en el seno del Padre”, “mirándole cara a cara”, contemplándole eternamente. Como asimismo nos ha dicho el texto de la Carta a los Hebreos que hemos leído (Heb 1,1-6), el Hijo de Dios es “el reflejo de su gloria”, de la gloria del Padre, e “impronta de su ser”. Y tal como se nos dice, está por encima de los ángeles, porque Dios no dijo jamás a un ángel: “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado”; el Padre sólo puede haber dicho esto a su Hijo Unigénito, engendrado por Él eternamente, en ese “hoy” que es el “hoy” eterno. Al conocerse y amarse a Sí mismo, el Padre engendra eternamente una Imagen perfecta de Sí mismo, que es el Hijo, el Verbo. En efecto, San Pablo dice a los Colosenses que es “imagen del Dios invisible” (Col 1,15)._x000D_ En la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, la Sabiduría divina, identificada en la Tradición de la Iglesia con la Persona del Verbo, es “una exhalación de la potencia de Dios y un limpio efluvio de la gloria del Todopoderoso”, “irradiación esplendorosa de la eterna luz y espejo inmaculado de la energía de Dios y una imagen de su bondad” (Sab 7,25-26)
Es maravilloso pensar cómo los ángeles contemplan continuamente a Dios en el Cielo, según Jesús lo ha expuesto al referirse a los ángeles custodios de los niños (Mt 18,10). El conocimiento de los ángeles, como lo explican San Agustín y Santo Tomás de Aquino, se realiza contemplando a Dios en su Verbo (De civ. Dei, lib. XI, caps. 7 y 29; S. Th., I, q. 58, a. 6 y 7). Pero lo maravilloso es que Dios, que no se ha hecho ángel, sí se ha hecho Hombre y ahora se nos ha revelado también a los hombres dejándose conocer en su Verbo encarnado. Jesucristo es la suprema Teofanía, la suprema manifestación del Dios Uno y Trino a los hombres, porque por Él hemos podido conocer también al Padre y al Espíritu Santo, hemos podido tener conocimiento del misterio de la Santísima Trinidad.
Ciertamente, por su unión íntima al Padre, el Verbo es el único que podía darlo a conocer a los hombres y nos lo ha posibilitado haciéndose uno de nosotros, asumiendo la naturaleza humana en su única Persona divina sin dejar de ser Dios ni perder nada de su divinidad. ¡Qué maravilloso, qué grande, qué sublime es el misterio de la Encarnación! El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros (Jn 1,14), para que nosotros podamos conocer a Dios, pues, como dirá Jesús a San Felipe: “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, porque “Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí” (Jn 14,9-10). Hasta la venida redentora de Cristo, según hemos leído al final del Evangelio de hoy, “a Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).
Estamos celebrando la Santa Misa. En el momento de la Consagración vamos a poder contemplar al Verbo encarnado en la Sagrada Forma y en el vino convertido en su Preciosa Sangre. El Sacramento de la Eucaristía constituye para nosotros la posibilidad de ver al Padre viendo al Hijo: aquello que San Felipe quería saber, se nos regala ahora sobre el Altar y se nos concede como alimento de nuestras almas. ¡Ojalá lleguemos a valorar plenamente la excelsitud de este Sacramento, ante el que los ángeles mismos caen en adoración profunda!
Pidamos a María Santísima ser capaces de conocer la divinidad de su Hijo a través de su humanidad y amar sin límites la Sagrada Eucaristía.
A todos, también en nombre del P. Abad, Feliz Navidad.