Hoy hemos amanecido con la noticia, seguramente poco difundida, de que Dios ha nacido esta noche, aunque el anuncio no proviene de los medios de comunicación habituales, sino del Evangelio y de la liturgia cristina, que son bastante más fiables.
Cristo ha venido a la vida dos veces: en la Navidad, en la que fue dado a luz por su Madre María, y cuando por sí mismo retomó la vida en la resurrección. Lo cual quiere decir que Él es el dueño de la vida: nacido eternamente del Padre, nacido en el tiempo de una Mujer, María, cuando Él lo determinó, y renacido por sí mismo a ella tras la muerte transitoria que el hombre le impuso y que él aceptó voluntariamente: porque ‘nadie me quita la vida; soy Yo quien la doy, quien la entrego, cuando quiero, y quien la retomo cuando quiero’ (cf Jn 10, 18).
El nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, no es sólo un acontecimiento histórico, precisamente el que divide la historia en dos mitades: ‘antes y después de Cristo’, continuamos diciendo, sino el acontecimiento humano decisivo. En él la vida se encuentra con su autor original, con Aquel “en quien vivimos y existimos” (Hch 17, 28), con quien la da y la quita soberanamente, aunque sea para devolverla a continuación.
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Porque en Él está la vida presente y eterna. Pero no sólo en su forma existencial, sino en su significado esencial. Jesús no vino solamente para ser uno más entre nosotros. Cierto que “fue semejante en todo a nosotros, menos en el pecado” (Hbr 4, 15). Ese pecado que significa el alejamiento de Dios , y que pone en entredicho la verdad y calidad de nuestra existencia, porque significa nuestro desvarío en relación con el designio divino sobre nosotros. De hecho esa condición humana, formada a imagen de la divina, es la impronta definitoria del hombre.
La finalidad de esta presencia de Dios entre nosotros no tiene otro objeto que el persuadirnos de que nuestra existencia sólo tiene como meta su realización según el plan de Dios. Dios es el alma y la vida del hombre y del mundo. Cuando se desposee de ellos de forma habitual el ser humano se vacía de sí mismo hasta que, falto de sustancia vital, su estructura interna se desvanece y su consistencia histórica se desintegra. Si permanece en la negación de esa realidad, que es la que justifica su presencia en el mundo creado por Dios, tendríamos tal vez que preguntarnos si hay todavía razón para seguir hablando de una historia humana cuando el hombre ya no cumple en ella su fin primordial. Entonces sólo la voluntad y el amor creadores de Dios siguen dando una oportunidad a la rectificación hasta que el tiempo se agote.
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El hombre ha sido concebido como templo de Dios. Cuando este templo se declara vacío u ocupado por otras divinidades, su destino es la extinción, porque entonces el hombre es ya un espejismo en el que se extingue a la vez la finalidad de su existencia, la raíz de su naturaleza específica, y su propia razón de ser. El que se ha desvanecido, en realidad, no es Aquél que existe por Sí mismo, según el nombre hebreo de Dios, sino el hombre que se ha desconectado de su matriz originaria.
De hecho, el vacío que se produce al expulsar a Dios de la existencia no es llenado con ninguno de los infinitos sucedáneos con que lo sustituimos. La idea que se ha impuesto en los últimos tiempos de que es el hombre el que se da íntegramente su propia figura, conduce más bien a su propia anulación.
Hoy se considera un atentado contra el hombre seguir afirmando la actualidad de Cristo y de su Evangelio. Pero la frivolidad radical de nuestro tiempo, tanto como su inhumanidad extremada, desdicen por sí mismas esa pretensión. Cristo espera su tiempo para reafirmar, de manera inapelable, que Él es el único centro del hombre y de la historia, los cuales tendrán que ser reconstruidos sobre la piedra angular en que fueron asentados. Porque, como dice el salmo 44, “Tu Trono, oh Dios, permanece para siempre”, o como escuchamos tantas veces en el tiempo de Adviento y de Navidad, Él es el Padre del siglo futuro, el único que posee y configura por sí mismo el presente y el porvenir.
Hoy nos encontramos con que hemos desarmado la estructura humana y espiritual que sostiene el mundo, la que el Hijo de María, nacido esta noche, vino a restablecer, no sólo desde el aposento de María, sino desde el seno de la humanidad. Nos encontramos con que hemos borrado las palabras de verdad que han dado consistencia al hombre, y que hemos anulado las realidades fundamentales que están en el origen y en el curso de nuestra historia. Lo que queda es la perplejidad de quienes, como resultado, se preguntan dónde estamos y qué es lo que nos espera. Por eso volvemos a encontrarnos con la pregunta con la que se abren l os salmos que se recitan en el Oficio nocturno de la noche de Navidad: “¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso?” (Sal 2, 1).
Pero no hay otras respuestas que las que nos ha ofrecido Aquel que las dio a conocer desde los orígenes y que, en el tiempo, ha “venido para dar testimonio de la verdad”. Esa verdad que dice: “de Mí sale la ley, mis mandamientos son luz de los pueblos” (Is, 31..). La misma que hemos oído en el Evangelio: “En Él estaba la vida, y la vida era la luz y la vida de los hombres” (Jn 1, 4). Fuera de ella sólo nos queda la vida natural, semejante a la de los restantes seres vivos de la naturaleza. Pero este no es el proyecto de Dios sobre el hombre, ni esa vida natural nos permite participar en la vida de los hijos de Dios, ni en la semejanza con Él, que es la única razón de ser del hombre. Jesús repite en este nuevo nacimiento que celebramos, y lo reitera cada año y cada día: ‘Yo soy la Luz, Yo soy la Ley del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas’ (cf Jn 8, 12)