Queridos hermanos:
Esta noche celebrábamos el nacimiento del Hijo de Dios como hombre verdadero, encarnado en el seno de la Santísima Virgen por obra del Espíritu Santo y nacido de Ella en Belén, conforme a las profecías mesiánicas referidas a Él. En esta noche santa, Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios, el Hijo de Dios hecho hombre, se nos manifestaba como la luz que alumbra a todo hombre y que ilumina al pueblo que antes caminaba en tinieblas. Y ahora, en esta Misa del día de Navidad, después del misterio encantador de la noche del nacimiento en Belén, parece como si la propia claridad del día quisiera proponernos penetrar en la profundidad del misterio mismo del Verbo encarnado. Así, por lo menos, lo sugieren las lecturas que la Sagrada Liturgia nos propone.
Desde luego, el texto de la Carta a los Hebreos que hemos escuchado en la segunda lectura (Hb 1,1-6) es de una riqueza teológica indudable. Hemos podido escuchar que el Hijo de Dios es “el reflejo de su gloria” –de la gloria del Padre– e “impronta de su ser”, al que el Padre ha dicho: “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado”. El Padre sólo puede haber dicho esto a su Hijo unigénito, engendrado por Él eternamente, en ese “hoy” que es el “hoy” eterno. Al conocerse y amarse a Sí mismo, el Padre engendra eternamente una Imagen perfecta de Sí mismo, que es el Hijo, el Verbo. Por eso decimos en el Credo niceno-constantinopolitano, frente a la vieja herejía de Arrio, que Jesucristo es “engendrado, no creado”, y en la exactísima formulación griega y latina afirmamos que es “consubstancial” al Padre”, homoousios. También San Pablo dice en la Carta a los Colosenses que Jesucristo es “imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Y en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, la Sabiduría divina, identificada en la Tradición de la Iglesia con la persona del Verbo, es “una exhalación de la potencia de Dios y un limpio efluvio de la gloria del Todopoderoso”, “irradiación esplendorosa de la eterna luz y espejo inmaculado de la energía de Dios y una imagen de su bondad” (Sab 7,25-26).
Riquísimo es sin lugar a dudas asimismo el comienzo del Evangelio de San Juan que acabamos de escuchar (Jn 1,1-18). En él se nos presenta la realidad del Verbo de Dios, el Logos, la Palabra: el Hijo unigénito de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, existente desde el principio, coeterno con el Padre, que está junto a Dios, en el seno del Padre, y Él mismo es Dios.
Por el Verbo, como dice el evangelista, se hizo todo, pues Dios Padre ha obrado la Creación por la Palabra, por el Verbo. Así lo entendieron los Padres de la Iglesia cuando, al meditar y explicar el relato del Génesis sobre la Creación (Gn 1), observaron que Dios ordenaba la creación de los seres por medio de su Palabra, que es el mismo Hijo de Dios. Y esto, culminado además en la obra redentora, es lo que constituye a Jesucristo en el “primogénito de toda criatura”, como dice la Carta a los Colosenses, “porque en Él fueron creadas todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles” (es decir, tanto los seres materiales y el hombre como los ángeles), y “todo fue credo por Él y para Él” (Col 1,15-17). Hasta tal punto la Creación depende de Él, que, como dice la misma carta, no sólo “Él es anterior a todo”, sino que “todo se mantiene en Él” (Col 1,18): es decir, Jesucristo, por el Espíritu Santo, sostiene la existencia y la vida del mundo. Y así será que, según se afirma en la Carta a los Efesios, en la plenitud de los tiempos y conforme a su plan eterno, Dios recapitulará e instaurará todas las cosas en Cristo, tanto las del cielo como las de la tierra (Ef 1,10).
Si maravilloso es todo esto, todavía lo es más, si cabe, considerar el modo en que el Verbo de Dios ha asumido la naturaleza humana, de tal modo que, sin dejar de ser verdadero Dios, es perfecto hombre y modelo del hombre nuevo, pues con ello nos ha abierto la vía de nuestra dignificación e incluso de nuestra deificación. Lo hemos rezado en la oración colecta de este día: “¡Oh Dios!, que de forma admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”. Esta realidad teológica está presente en el rito de la mezcla del agua y del vino por el sacerdote.
Como nos ha dicho San Juan en el Evangelio, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria y de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Jesucristo, el Verbo encarnado, ha venido a comunicarnos la vida divina por medio del Espíritu Santo, elevando nuestra dignidad para hacernos hijos de Dios (cf. Jn 1,12; Ef 1,5; 1Jn 3,1-2), para participar de la misma naturaleza y vida divinas, al decir de San Pedro en su definición de la gracia (cf. 2 Pe 1,4). Conforme al Magisterio de la Iglesia en los primeros concilios ecuménicos, el Hijo de Dios se encarnó por nosotros y en Él su divinidad está unida a su humanidad en una unión real, perfecta, sin mezcla, sin confusión, sin alteración, sin división, sin separación. En Él se mantienen todas las propiedades de la divinidad y todas las propiedades de la humanidad, juntas en una unión real, perfecta, indivisible e inseparable.
Hermanos: meditemos el misterio de Cristo en toda su profundidad y enamorémonos de Él, de tal modo que podamos llegar a decir con San Pablo: “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19), y por eso “para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). Así lo vivieron muchos santos monjes, como el Beato Pablo Giustiniani, que afirmó: “Feliz el alma aniquilada en sí misma, convertida enteramente a Dios, que no vive más en sí, sino en Cristo, toda absorta en su amor. Más feliz aún el alma licuada al fuego del amor, aniquilada a sí misma y a Cristo, que no vive ni siquiera en Cristo, sino que vive sólo porque Cristo vive en ella”.
Que María Santísima nos lleve a contemplar estos misterios y a hacer nuestra vida una con la de Cristo. Para todos, Feliz Navidad.