Queridos hermanos:
El comienzo del Evangelio de San Juan que acabamos de escuchar (Jn 1,1-18) es una de las páginas más sublimes, no sólo del Nuevo Testamento, sino de toda la Sagrada Escritura. En este texto se encuentra sintetizado todo el misterio de Cristo, expresado de una manera a la vez escueta, profunda y hermosa. En él se nos presenta la realidad del Verbo de Dios, el Logos, la Palabra: el Hijo unigénito de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, existente desde el principio, coeterno con el Padre, que está junto a Dios, en el seno del Padre, y Él mismo es Dios, según nos ha dicho el evangelista.
También en la Carta a los Hebreos (Hb 1,1-6) hemos leído que el Hijo de Dios es “el reflejo de su gloria” –de la gloria del Padre– e “impronta de su ser”, al que el Padre ha dicho: “Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado”. El Padre sólo puede haber dicho esto a su Hijo unigénito, engendrado por Él eternamente, en ese “hoy” que es el “hoy” eterno. Al conocerse y amarse a Sí mismo, el Padre engendra eternamente una Imagen perfecta de Sí mismo, que es el Hijo, el Verbo. En efecto, San Pablo dice a los Colosenses que es “imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Por otra parte, en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, la Sabiduría divina, identificada en la Tradición de la Iglesia con la persona del Verbo, es “una exhalación de la potencia de Dios y un limpio efluvio de la gloria del Todopoderoso”, “irradiación esplendorosa de la eterna luz y espejo inmaculado de la energía de Dios y una imagen de su bondad” (Sab 7,25-26).
Éste es, ciertamente, el que trae la victoria de nuestro Dios, contemplada por los confines de la tierra, según nos ha anunciado el profeta Isaías en la primera lectura (Is 52,7-10) y hemos cantado en el salmo (Sal 97). Él es, como nos ha dicho San Juan en el Evangelio, la vida que alumbra a los hombres, la luz que brilla en la tiniebla, la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Lo es porque es Dios; y lo es singularmente para el hombre porque Él mismo se ha hecho hombre, se ha encarnado para venir a redimirnos del pecado y a comunicarnos la vida divina, elevando nuestra condición creada por medio de una nueva creación, que ha sido la obra de la redención.
Tal es lo que hemos rezado en la oración colecta después del canto del Gloria, una oración que se reza de forma casi igual en la mezcla del agua y del vino en la forma extraordinaria del rito romano y de manera bastante más resumida en la forma ordinaria del mismo: “¡Oh Dios!, que de forma admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”.
Ésta es, en efecto, la maravilla de la Encarnación y lo que este misterio conlleva para nosotros. La Palabra, el Verbo, el Logos, se hizo carne y habitó entre nosotros, como nos ha dicho San Juan en el Evangelio, y hemos contemplado su gloria y de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Jesucristo, el Verbo encarnado, ha venido a comunicarnos la vida divina por medio del Espíritu Santo, elevando nuestra dignidad para hacernos hijos de Dios (cf. Jn 1,12; Ef 1,5; 1Jn 3,1-2), para participar de la misma naturaleza y vida divinas (cf. 2 Pe 1,4).
De este modo, como nos enseña la Iglesia en esta oración y el Concilio Vaticano II lo expresa con absoluta nitidez (Gaudium et spes, n. 22), “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. También Santo Tomás de Aquino había afirmado que “el mismo Verbo encarnado es causa eficiente de la perfección de la naturaleza humana, pues, como dice San Juan, ‘de su plenitud recibimos todos’ (Jn 1,16)” (Summa Theologiae, III, q. 1, a. 6 in c). Asimismo ha indicado en tiempos más cercanos a nosotros el P. Matta el-Maskine, monje copto egipcio que ha sido un verdadero Padre del Desierto de nuestros días: “el Verbo encarnado, Hijo de Dios, representa, desde su Nacimiento hasta su Ascensión, el modelo ideal, supereminente y santísimo del hombre nuevo. También se le llama segundo Adán, nuevo Adán y padre de la humanidad recreada” (La nueva creación del hombre, cap. 3).
Hermanos, ¡qué bellos son los dogmas de nuestra fe, qué hermosa es nuestra fe! Meditar los misterios de la fe favorece la penetración en ella con el entendimiento y alienta la devoción de la voluntad que ama. Hagámoslo en este tiempo de Navidad junto con María, a la que San Lucas nos presenta por dos veces como una mujer contemplativa que conservaba en su Corazón Inmaculado y meditaba lo que sucedía y se decía de su Hijo (Lc 2,19.51).
Para todos, Feliz Navidad.