La Cuaresma es un tiempo especialmente dedicado al encuentro o reencuentro con Dios. El significado de la Cuaresma coincide para todos con la finalidad y el sentido fundamental de la vida humana: la búsqueda o vuelta a Dios, la conversión y transformación interior, que empieza por el reconocimiento de nuestro alejamiento de Él, y por la necesidad de volver a la reconciliación y comunión en la vida de Dios.
Una conversión bajo esa forma de regreso a Él que casi nunca termina de completarse porque no damos los pasos definitivos ya que, en mayor o menor medida, preferimos muchas veces permanecer con nosotros mismos, con esas apetencias, ideas y forma de vida organizada por nosotros, pero que siempre se nos revelan al final tan insatisfactorias.
Una conversión que, sin embargo, siempre responde al máximo interés de Dios y al nuestro, como Él demuestra cuando Él mismo sale una y otra vez a nuestro encuentro para ofrecernos nuevamente su amistad, para celebrar nuestro regreso y devolvernos a nuestro lugar en la casa paterna, como en la parábola del hijo pródigo.
Mucho antes de que lo hiciera el hombre, es Dios el que se ha vuelto a él y ha hecho de ese encuentro el centro de toda la actividad divina, como refleja toda la historia de la salvación, en la que hay un perpetuo movimiento de Dios en la dirección de la humanidad para volverla a Él como a su único hogar y su única paz.
Esta conversión y búsqueda de Dios constituye la razón de ser de nuestra vocación humana, cristiana y monástica. Algo que hace de nosotros los seguidores, los amigos de Dios, porque cuando esa búsqueda es sincera y perseverante, termina en el encuentro, en la intimidad y en la incorporación a la vida de Dios._x000D_ Esto es lo que ha sido significado en tantas páginas de la Escritura que nos hablan de los seguidores y buscadores de Dios, de los que Dios había acercado a Él y de los que habían buscado la cercanía con Él: Adán, Noé, Abrahán, de los que se nos dice que “caminaban con Dios”, de su mano, que eran “amigos de Dios”. Ellos son nuestros modelos, cualquiera que sea el estado de vida en que Él nos ha puesto.
Es necesario que penetremos en el tiempo de la Cuaresma, como Jesús penetró por nosotros en el tiempo de su retiro en desierto y de su pasión y muerte: con el propósito de reconducir los pasos que nosotros hemos dado fuera de esas sendas. Porque la mayor parte de nosotros no seguimos esos modelos, ni hemos avanzado por ese camino que es Él mismo.
Muchos de nosotros hemos retirado nuestra mano de la de Dios, porque ya nos consideramos fuertes y libres, ya conocemos nuestro camino, ya somos señores de nuestro destino. Por eso, caminamos no por los suyos sino por nuestros senderos, y buscamos nuestras amistades, muy lejos de la suya. Nos hemos convertido a otras ideas, a otros intereses, a otros ídolos. Y estamos repitiendo con los necios de los que habla el Salmo 2: “rompamos sus ataduras, sacudamos su yugo”.
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Todas las palabras y acciones de Cristo tienden a mostrarnos la necesidad de mantenernos en la órbita de su amor y de su ley, fuera de los cuales el hombre camina a la nada, pero dentro de los cuales puede llegar a ser como Dios. Con esta finalidad fue también instituido el tiempo de la Cuaresma, que nos recuerda fuertemente la necesidad de esa conversión que nos devuelve a la amistad con Dios y que nos permite alcanzar la purificación y así ‘estrenar un corazón y un espíritu nuevos’.
En la tradición espiritual de la Iglesia y de los monjes la conversión y acercamiento a Dios tiene algunas condiciones que se han dado siempre en la experiencia de todos los que se han encontrado con Dios. Condiciones que la Cuaresma cristiana y monástica han subrayado siempre a través del silencio, la soledad y la oración, intensificadas especialmente en este tiempo. Seguían así los pasos de otros grandes contemplativos, como Moisés y Elías en el tiempo de su absoluta soledad con Dios en el desierto o en la cima del Carmelo.
O también de Jesús, que aunque vivía en comunión permanente con el Padre quiso, en muchas ocasiones, acentuar esa unión, para lo cual buscaba el silencio de las noches o el monte de la Cuarentena. En él quiso vivir también la experiencia de ese ayuno al que los habitantes de Nínive habían confiado su salvación: “a ver si Dios se arrepiente y se compadece, y así aplaca el ardor de su ira y no perecemos” (Jon 3, 9). Un ayuno que significa, ante todo, la abstención de aquellas cosas que, por atarnos demasiado fuertemente a la tierra, nos impiden elevarnos hasta Dios.
También nosotros tenemos aquí nuestro monte y nuestra cuarentena para llevar a cabo la conversión, la oración y la penitencia que nos permita a alcanzar la purificación y la reconciliación con Dios, de manera que podamos renovarnos por dentro con “espíritu firme” (Sal 50), y estemos así en condiciones de participar en la gran purificación del mundo y en el reencuentro de todos los hombres con Dios.