Queridos hermanos:
La Cuaresma es un tiempo orientado al arrepentimiento y la conversión interior, a una vuelta hacia Dios, del que nos hemos apartado por el pecado. Es una ocasión de poner en práctica lo que podemos llamar el “principio y fundamento” de la Regla de San Benito, según sus palabras: “que por el trabajo de la obediencia retornes a Aquel de quien te habías apartado por la desidia de la desobediencia” (RB Pról., 2). Por eso dice también San Benito dice que “la vida del monje debiera responder en todo tiempo a una observancia de Cuaresma” (RB XLIX, 1), pues ésta supone la plasmación de todo el programa monástico, el cual no es otro que el programa cristiano de restauración del hombre caído por el pecado original: es devolver al hombre, mediante su cooperación a la acción de la gracia, al proyecto que Dios quiso para él. El profeta Baruc lo resume a la perfección: “Si un día os empeñasteis en alejaros de Dios, volveos a buscarlo con redoblado empeño” (Bar 4,28-29).
En consecuencia, la Cuaresma, como tiempo de arrepentimiento y conversión, de retorno a Dios, es una oportunidad que Él nos concede, pero que exige de nosotros la respuesta adecuada. De hecho, tal vez nos pueda sorprender un poco la invitación que hace San Pablo en la segunda carta a los Corintios (2Cor 5,20-6,2): “Dejaos reconciliar con Dios”; y un poco más adelante, nos dice: “Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios”.
Cuando el Apóstol nos pide que nos dejemos reconciliar con Dios, expresa que, si nosotros libremente no queremos que Él nos perdone, no nos podrá perdonar, porque Él respeta nuestra libertad. El perdón exige sólo una cosa: arrepentimiento sincero. Si el pecador no se arrepiente, no se le perdona, porque él mismo se niega a ser perdonado. No es falta de misericordia por parte de Dios, sino falta de sinceridad por nuestra parte cuando nos empeñamos en mantenernos en nuestro pecado, tal vez en nuestra vida de falsedad e hipocresía. Por eso el rey-profeta David ha rogado en el Salmo 50, el Salmo “Miserere”: “Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”. Y el profeta Joel también ha transmitido la invitación de Dios a convertirnos de todo corazón, rasgando los corazones, no las vestiduras (Jl 2,12-18).
Como medio para lograr esa conversión interior hacia Dios, Jesucristo nos propone un camino de oración, penitencia y caridad, según hemos escuchado en la lectura del Evangelio (Mt 6,1-8.16-18). Hoy, palabras como penitencia y ayuno asustan a nuestra sociedad blandita, que sólo quiere escuchar palabras agradables. Ese estilo blandito ha penetrado y arraigado también entre nosotros, en el seno de la Iglesia. Pero quizá estemos olvidando que la penitencia, pese al elemento de exigencia que contiene, apunta hacia un fin verdaderamente de gloria: apunta hacia el dominio de sí mismo y de las pasiones y apunta hacia la dicha celestial, hacia la gloria eterna. La penitencia no se hace por masoquismo, sino con miras a la obtención de un gran fin: la conversión interior del corazón y el retorno del pecador al cobijo misericordioso de Dios. Como nos ha dicho San Pablo: “ahora es tiempo de gracia, ahora es día de salvación” (2Cor 6,2). Por cierto, al lado del ayuno material, convendría que hiciéramos un buen ayuno espiritual absteniéndonos de darnos a la crítica, la murmuración y la detracción, pues con ellas podemos causar un grave daño en la fama de los hermanos y en la paz del grupo.
Nuestro Señor Jesucristo, que pasó cuarenta días con sus cuarenta noches de rigurosa penitencia en el desierto antes de iniciar su vida pública, nos anima a entregarnos a la oración, al ayuno y a la limosna, debiendo hacerlo no de un modo hipócrita con el que pretendamos alcanzar las alabanzas humanas que nos hagan tener fama de hombres piadosos, sino desde la intimidad del corazón, donde nuestra oración, nuestro ayuno y nuestra limosna serán conocidos y recompensados por Dios. Más aún, Jesús no nos dice que esto debemos hacerlo con tristeza, sino con alegría: “Cuando ayunéis no andéis cabizbajos, como los farsantes […]. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido” (Mt 6,16-18).
Este espíritu alegre es el que desea San Benito en el monje, que denomina la Cuaresma como “días santos” (RB 49, 3) y exhorta a vivirla de tal modo que “con un gozo lleno de anhelo espiritual espere la santa Pascua” (RB 49, 6-7).
Que María Santísima nos ayude a vivir este tiempo con espíritu de conversión y de humildad.