Queridos hermanos:
El tiempo de Cuaresma al que hoy damos inicio es, ante todo, un período de profunda conversión, según se nos ha exhortado en la lectura del profeta Joel: “Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas” (Jl 2,12-13).
En estas palabras, así como en el salmo “Miserere” (Sal 50) que se ha cantado, se descubre la realidad de la Misericordia divina, en la que el Papa Francisco ha querido incidir de un modo especial proclamando un año jubilar con este motivo. Nuestro Dios, el único Dios verdadero, es un Dios cuya entraña íntima es el amor, según lo proclama San Juan (1Jn 4,8.16). La vida de Dios es una vida de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Por ese amor infinito ha querido comunicar el ser y el amor llevando a cabo la obra de la Creación y restaurándola por medio de la Redención. Ciertamente, la Redención realizada por Jesucristo es la expresión máxima del amor y la misericordia de Dios por el hombre: al ver al hombre caído por el pecado original, el Dios que es amor y misericordia nos ha enviado a su Hijo para hacerse hombre –según hemos celebrado recientemente en la Navidad– y para salvarnos muriendo en la Cruz y resucitando gloriosamente, como celebraremos en la Semana Santa y el Tiempo Pascual, hacia el cual apunta la Cuaresma.
Dios está siempre dispuesto a perdonarnos, pero exige de nosotros solamente una cosa: el arrepentimiento y el espíritu de conversión; sólo nos pide un corazón contrito y humillado, con propósito de la enmienda para cambiar de vida. Dios respeta nuestra libertad: por eso pide nuestro arrepentimiento, pero no lo fuerza. Si nosotros, por soberbia y orgullo, nos resistimos, no nos arrepentimos de nuestros pecados y no queremos convertirnos de verdad, la misericordia de Dios no puede actuar en nosotros. Somos nosotros mismos los que nos condenamos al cerrarnos a su acción salvadora, igual que el enfermo que se niega a ser curado.
Por eso la Cuaresma, como nos ha advertido apóstol San Pablo en la segunda carta a los Corintios, es “tiempo de gracia” y “día de salvación” (2Cor 6,2). Aprovechémosla para reconocer nuestros pecados, arrepentirnos de ellos y volvernos hacia Dios, con el propósito firme y veraz de cambiar (no valen las promesas vacías ni las simples palabras externas).
Y todo esto hace que, frente a esa imagen negativa y oscura que con frecuencia se tiene de la Cuaresma, sea en realidad un tiempo que apunta a la alegría de la salvación: de hecho, habrá de culminar en la Pascua. El carácter penitencial es inherente a la Cuaresma y debe reafirmarse sin temor, pero en no pocas ocasiones será necesario explicar con nitidez el espíritu con que se deben afrontar las prácticas penitenciales. Ante todo, la penitencia se hace con miras a la obtención de un gran fin: la conversión interior del corazón y el retorno del pecador al cobijo misericordioso de Dios.
Esto es lo que hemos podido observar al escuchar las palabras de Jesús en el texto del Evangelio que la liturgia nos propone para este día: Él, que pasó cuarenta días con sus cuarenta noches de rigurosa penitencia en el desierto antes de iniciar su vida pública, nos anima a entregarnos a la oración, al ayuno y a la limosna, debiendo hacerlo no de un modo hipócrita con el que pretendamos alcanzar las alabanzas humanas que nos hagan tener fama de hombres piadosos, sino desde la intimidad del corazón, donde nuestra oración, nuestro ayuno y nuestra limosna serán conocidos y recompensados por Dios (Mt 6,1-8.16-18). Más aún, Jesús nos dice que debemos vivir nuestras prácticas piadosas, penitenciales y caritativas con alegría: “Cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido” (Mt 6,18).
También San Benito nos anima a los monjes a vivir la Cuaresma con espíritu alegre, hablándonos de estos “días santos” en los que nuestros ofrecimientos deben hacerse “con gozo del Espíritu Santo”, “lleno de anhelo espiritual” a la espera de “la santa Pascua” (RB 49).
Que María Santísima nos ayude a vivir la Santa Cuaresma con estas actitudes para imitar a su divino Hijo y poder unirnos a Él.