Queridos hermanos:
Con la celebración de hoy damos comienzo a la Cuaresma, tiempo litúrgico especialmente orientado a la conversión interior, a una vuelta hacia Dios, del que nos hemos venido apartando por el pecado. Es una oportunidad que Él nos concede, pero que exige de nosotros la respuesta adecuada. De hecho, tal vez nos pueda sorprender un poco la invitación que hace San Pablo en la segunda lectura, tomada de su segunda Carta a los Corintios (2Cor 5,20-6,2): “Dejaos reconciliar con Dios”; y un poco más adelante, nos dice: “Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios”.
El Apóstol nos pide que nos dejemos reconciliar con Dios: evidentemente, está diciendo que, si nosotros libremente no queremos que Él nos perdone, no nos podrá perdonar, porque Él respeta nuestra libertad. El perdón exige sólo una cosa: arrepentimiento sincero. Si el pecador no se arrepiente, no se le perdona, porque él mismo se niega a ser perdonado. No es falta de misericordia por parte de Dios, sino falta de sinceridad por nuestra parte cuando nos empeñamos en mantenernos en nuestro pecado, tal vez en nuestra vida de falsedad e hipocresía.
El arrepentimiento, en efecto, debe ser sincero. Si sólo es de palabra y externo, se queda en nada. Quizá a otros hombres podamos engañarlos, pero a Dios nunca, pues Él conoce lo más secreto de nuestro corazón. Por eso el rey-profeta David ha rogado en el Salmo 50, el Salmo “Miserere”: “Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”. Y el profeta Joel también ha transmitido la invitación de Dios a convertirnos de todo corazón, rasgando los corazones, no las vestiduras (Jl 2,12-18).
La Cuaresma es un tiempo para la conversión. Conversión auténtica, sincera, interior, del corazón y del alma. No puede quedarse meramente en lo externo. Es a lo que tanto Joel como el propio Jesús nos exhortan: de nada valen la limosna, la oración y el ayuno, de nada sirven la penitencia y las palabras piadosas, si realmente no queremos cambiar por dentro. Ninguna validez tienen las promesas devotas que luego no se cumplen. Hace falta arrepentimiento sincero. Con Dios no se juega: a Él no se le engaña. No podemos jugar diciendo hoy una cosa y mañana otra, cambiando de parecer ante Dios o ante los hombres según nos conviene, haciendo cálculos humanos para ver qué situación nos resulta más propicia a nuestros intereses en cada momento. Tal vez engañemos a los hombres, pero no a Dios.
Y para que el arrepentimiento sea sincero y creíble, debe existir además verdadero propósito de la enmienda, es decir, una intención firme de corregirnos en aquello que fue nuestro pecado o en aquello que lo motivó; y, en la medida de lo posible, también debemos tener la intención firme de reparar el daño ocasionado.
Todo esto, evidentemente, exige otra cosa más, una virtud fundamental que para San Benito es la que debe ser la virtud principal en todo monje: la humildad (RB VII). Ante Dios sólo podemos presentarnos con humildad, porque Él es nuestro Creador y, por medio de su Hijo Unigénito, nos ha hecho además ser hijos adoptivos suyos. Ante Dios no podemos reclamar nuestros derechos, como lo pretendió Lucifer y luego lo hizo Adán tentado por éste. Ante Dios no cabe, por nuestra parte, más que la mirada humilde, sencilla y sincera, la del que se reconoce pequeño y pecador, la del que mira con ojos limpios y transparentes, la del que pide perdón sin esperar nada a cambio.
Si no lo hacemos así, echaremos en saco roto la gracia de Dios, según nos ha amonestado el Apóstol. Lo repito: a Dios no se le engaña; ni siquiera el hombre más hábil para engañar a los demás logra engañar a Dios.
Sin embargo, si logramos en esta Cuaresma adquirir las actitudes y las virtudes que hemos señalado, no dudemos que alcanzaremos la Misericordia amorosa de Dios. Experimentaremos entonces su dulzura y su perdón. Por medio de la penitencia exterior y de la conversión interior, participando de los padecimientos de Cristo en la Pasión, participaremos después también de la gloria de su Resurrección y Ascensión (cf. RB Pról., 50). Porque la Cuaresma no se cierra en sí misma, sino que se abre a su culminación en la Pascua: es camino que nos conduce al Cielo.
Que María Santísima nos ayude a vivir este tiempo con espíritu de conversión y de humildad.