Hermanos: La fiesta de la Transfiguración es una manifestación del Señor a tres de sus discípulos para que más tarde diesen testimonio de lo que ellos vieron y gozaron, y sirviera de fundamento a la fe de los vendríamos tras ellos a creer en Jesús. Jesús no sólo se había manifestado como hombre, también les había enseñado a sus discípulos que era Hijo de Dios, Dios verdadero. Poco a poco Jesús les va revelando, aunque no del todo, el misterio de su persona divina. Les va clarificando lo esencial, pero todavía le quedará al Espíritu Santo revelar muchas cosas, que sin ser nuevas y hallando en la Sagrada Escritura su base, han ido iluminando el misterio de las tres divinas personas. La transfiguración tiene un objetivo más inmediato, asumir la muerte de Cristo no como el hundimiento de la obra de Cristo y su encarnación, sino como una etapa, aunque totalmente imprevisible en la revelación natural más pura, y menos aún en la lógica y ni siquiera en la imaginación humana, en los planes de Dios era muy importante la muerte redentora de Cristo como satisfacción por la gran injusticia del pecado.
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En los planes divinos se contemplaba el desconcierto humano por la muerte tan humillante de Cristo, que a pesar de estar profetizada, sobre todo por el mismo carisma profético de Jesús en su predicación, sus discípulos no daban crédito a esas palabras. Esa oposición a admitir que su Maestro tuviera que pasar por tal ignominia atestigua la veracidad histórica de los relatos evangélicos y su inspiración divina, que rompe todos los moldes del pensar y actuar humano más racionales.
La Transfiguración ocurrió para fortalecer la fe de los tres discípulos, y además la de la multitud de discípulos que iban a sumarse durante siglos, para asumir en fe que era necesario que Cristo muriese vicariamente por los hombres, para que el Padre recibiese la gloria de la justicia satisfecha, y el Hijo fuese glorificado por el Padre por su gran amor al Padre y a los hombres, a los que tomó por hermanos. La Transfiguración es una manifestación del amor del Corazón de Jesús para nosotros. Hoy, pues, nos encontramos sacramentalmente envueltos en la nube que cubrió a los discípulos en lo alto del monte, identificado por la tradición en el monte Tabor. Esto significa que el Señor nos hace partícipes aquí y ahora de este don por el que nos quiere comunicar un conocimiento interno del misterio de su persona. Abramos nuestro corazón a esta participación en el misterio de Cristo.
Esta comunicación es misteriosa en sí misma y no la podemos sentir en el cuerpo ni cuantificar mentalmente. Pero a través de los textos de la Sagrada Escritura que se han proclamado, y de los textos litúrgicos, que el Espíritu Santo también ha inspirado, en esa revelación que no ha cesado jamás en la Iglesia, aunque no tenga el peso de la revelación pública, nos ofrecen rasgos bien definidos del tenor del don divino que el Señor nos quiere comunicar hoy: la aceptación del misterio de Dios, no condicionado por la estrechez de la mente humana, sino el misterio del que hace partícipes a los hombres que aman a Dios y se fían de su amor infinito al hombre.
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En el Antiguo Testamento el profeta Daniel descubre un rasgo del Hijo del hombre muy novedoso: el Hijo del hombre comparte trono, por así decir, con Dios mismo. Antes de Cristo era impensable identificar al Hijo del hombre con el Mesías. Identificar al Mesías con Dios para un judío suponía una blasfemia. De hecho esa fue la acusación que presentaron contra Jesús sus enemigos los fariseos, escribas y sacerdotes unidos en un mismo objetivo aunque tuviesen contenciosos siempre abiertos de unos contra otros: “Éste se hace llamar Dios.”
Nosotros aparentemente no tenemos ningún problema al confesar no sólo dos, sino tres personas divinas. A nivel cerebral nosotros parece como si estuviésemos muy por encima de esas polémicas verbales. El problema aparece por así decir en la práctica. En nosotros hay una resistencia, nada fácil de vencer, en dejar a Dios que sea “el Pastor supremo” (1 Pe 5,4) en nuestra vida. Nosotros nos hemos apropiado el decir la última palabra en todo. Podemos incluso protestar y decir que eso no es así. Al final se cumplirá lo que nos dice el profeta Daniel: que todas las naciones le servirán. Pero ahora estamos en ese tiempo de prueba, que es nuestra vida terrena, en que podemos permitirnos discrepar de la Voluntad de Dios y tomar el rumbo que nos parezca, pero tendremos que dar cuenta si nos encaminamos en dirección opuesta a los mandamientos de Dios.
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En el Evangelio la voz del Padre, además de dejar claro que Jesús es su Hijo, nos da un único mandamiento. Esto también es novedoso, pues mientras el mismo Jesús había enseñado que todos los mandamientos se reducen a dos: “el amor a Dios y al prójimo,” el Padre desde la nube lo compendia aún más en uno solo: “Escuchadle”. Una sola palabra. Pero ¡qué mensaje tan profundo y cuánto abarca esa sola palabra! En vez de cosas que cumplir se centra en una persona, la persona de Jesús. Escucharle equivale a obedecerle. Para obedecer es evidente que hay que estar pendiente de sus labios, o, si se quiere, de sus manos, “como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores” – dice el Salmo 123, pues estas también transmiten mensajes que todos entendemos.
Nos da miedo escuchar a Dios. Nos puede hacer imposible el vivir a nuestro aire: “ahora sigo esta línea, si me canso voy por este otro camino, ahora me propongo ser caritativo, pero si no me lo agradecen o me lo interpretan mal me vengo secreta o abiertamente de los que no me alaban, etc.” Estar firmemente decididos a seguir la Palabra de Dios no es tarea llevadera, es necesario pedir constantemente al Señor que nos ayude, pues nos desanimamos con facilidad al ver la oposición que suscita, o lo arduo que es negarse a sí mismo. Nos falta la confianza del niño que mira al padre y le escucha pensando que su padre sabe todo y no le engaña. No debemos desconfiar de ese padre infinitamente sabio y bondadoso. ¿Cómo nos atrevemos a corregir a Dios? ¿No hay que ser como niños? Cada vez que desobedecemos nos ponemos por encima de Dios. También maltratamos a Dios en su Eucaristía, por falta de reverencia. Si nosotros creemos en su Palabra y tratamos al Señor con amor, cuidando y protegiendo que en su distribución no se haga nada indigno, entraremos triunfantes en el cielo, de lo contrario tendremos que pasar una larga purificación.
Escuchar a Jesús es no solo aplicar el oído externo a lo que dice; es seguirle e imitarle en sus actitudes: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29); es también contemplarle para que su mensaje quede grabado en nuestro interior e incluso sea Él mismo quien hable en nuestro interior, porque le hemos dado cabida en nuestro corazón: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
La contemplación de Jesús nos impulsa a una vida de caridad verdadera, a una caridad que no se quede en el pensamiento, sino que tenga gestos efectivos de amor, incluso con aquellos con los que nos cuesta relacionarnos. Pero, para que ese impulso pueda llevar a término esas inspiraciones del Espíritu, necesita de la gracia que recibimos en los sacramentos. Sin la participación asidua y cada vez mejor preparada y acogida de estos dones sagrados, que nos injertan en Cristo, nunca pasaremos de ser cristianos mediocres, incapaces de convencer a nadie a que siga a Jesús y le ame.
La Eucaristía que celebramos es ocasión, por la intercesión de la Santísima Virgen, que no debemos perder para que nos ayude a quitar esas trabas, esa falta de arrepentimiento de nuestras faltas, que nos impiden avanzar y nos infunda la fuerza de amar a Dios y a nuestros hermanos efectivamente.