“El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (1ª Lect.). Así terminaba la vida humana de Jesús, y así terminará la nuestra, como una ascensión hasta el seno de Dios, en el que estamos llamados a encontrar nuestro hogar por toda la eternidad (si nosotros mismos no decidimos otra cosa). Pero esa llamada a la elevación final es una invitación a que el vuelo se inicie desde ahora. El hecho de que nuestros pies caminen sobre la tierra no se opone a que nuestro espíritu la sobrevuele en busca de cumbres cada vez más altas. En realidad esta es nuestra vocación ya desde ahora: “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futuraJJ (Hbr 13, 14).
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Esto no nos libera de las tareas del presente ni de la seriedad con que hemos de asumirlas. Pero nos sitúa en la verdadera perspectiva de alguien que, como Jesús decía de Sí mismo, hemos salido de Dios y volvemos a Dios, tanto al final como a lo largo del tiempo de nuestra vida. Cuando Jesús se refería a la suya afirmaba que Él había venido para ocuparse de los asuntos, de los intereses de Su Padre. Es decir, vivía enteramente para Él, “para hacer la voluntad del que me envióJJ (Jn S, 30).
Puesto que Él encarna al hombre ejemplar, esta tendencia, este ascenso de la vida hacia Dios, representa la dirección primordial de que debemos dotarla nosotros mismos para así alcanzar no sólo una existencia digna de los hijos de Dios, sino plenamente conforme a la condición humana, sabiendo que todo lo que construyamos fuera de ella será finalmente estéril, y que no estaremos caminando en la dirección del progreso sino del descenso. De ahí que nada sea tan importante como descubrir y apropiarnos de esta medida humana exacta, trazada por Dios y que por eso no podemos sustituir por ninguna otra. Es la medida que corresponde a quienes son portadores de la imagen de Dios, por tanto de una medida humano-divina, que nos impulsa a ascender hasta Él, primero con el espíritu y más adelante también con el cuerpo. Una medida que se alcanza cuando, como tarea primera de nuestra vida, nos ocupamos en las cosas que Dios quiere, las que Él mismo describió en el Evangelio: ‘este es el trabajo que Dios quiere de vosotros en vuestra existencia: que creáis en el que É ha enviado’ (cf Jn 6, 28-29). Que reconozcáis la presencia de Dios en el mundo, encarnada en el Hijo de Dios y de María, que hoy asciende hasta el Padre, en Aquel en quien convergen los tiempos y las generaciones, y del que emana la palabra que señala el camino y define la verdad únicos del hombre y de la historia.
“Creed en Dios y creed en Mí” (Jn 14/ 1). Lo que significa: aceptarle en su naturaleza de Hijo de Dios y enviado del Padre, en su condición de Salvador y Mediador, de Maestro y Camino, de Verdad y de Vida. En Él se desvela la realidad del mundo y del hombre. Él es toda su medida. Lo que no quepa en Él es ajeno al hombre; lo que no hayamos acogido de Él no podrá ser sustituido por nada nuestro. Nosotros somos su imagen, imagen de Aquel que, además de Hijo de Dios, es el Hombre verdadero, Ejemplar de todo hombre, fuera del cual nada es humano ni puede reflejar la verdadera realidad humana de la que hemos sido dotados.
Fuera de Cristo, el mundo puede enloquecer porque pierde las claves esenciales para su autogobierno. Los objetivos y el ritmo frenético que hemos dado a nuestra existencia tienen muy poco que ver con ese prototipo humano diseñado por el Creador, con el que dotó a Adán y que fue renovado en Cristo. Su vida y su palabra reiteraron permanentemente ese modelo, para el que no hay alternativa porque no puede ser mejorado. Por eso la palabra de Dios nos urge: “salid de la gran Babilonia”, esa ciudad construida por nosotros en oposición a la ciudad de Dios, porque ella “se ha convertido en morada de demonios y en guarida de toda clase de espíritus inmundos … ; salid de ella, pueblo mío, para no ser cómplices de sus abominaciones, porque sus pecados han crecido tanto que tocan el cielo” (Ap 18 1/ 4-5).
Por eso, S. Pablo nos dirá que vivir de la materia en lugar de revestirnos del espíritu es distanciamos de nosotros mismos: “es el espíritu el que da vida; la carne no sirve para nada” (Jn 6/ 63), porque sin el espíritu está muerta.
Creer en el Enviado del Padre es la primera ascensión a la que se nos invita: la que nos permite salir de nosotros mismos para subir hasta el que está completamente por encima de nosotros; la que nos impulsa a superar nuestra condición terrena para entrar en la órbita de Dios y participar, aunque sea de manera inicial, en su propia vida: en su santidad, su gracia, su amor. Una ascensión que significa un movimiento y una mirada hacia arriba, “donde Cristo está sentado a la derecha del Padre” (Col 3/ 1), Y que nos invita a seguirle, y por tanto a posponer todo lo que en la vida es transitorio para buscar desde ahora lo perdurable, porque, como Él mismo nos advirtió, “estamos en el mundo pero no somos del mundo”.
En realidad, nuestra existencia contiene el apremio a una ascensión permanente, a una elevación y transformación de nosotros mismos. Nos dice la palabra de la Escritura: “renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios, que es justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 23-24). Por eso, a cada uno de nosotros se nos transmite el mismo anuncio hecho a los apóstoles: “subo a mi Padre y vuestro Padre, a Mi Dios y vuestro Dios”, como promesa de que también nosotros “seremos arrebatados con Cristo a las alturas”(lª Tes 4, 17) para participar en la visión y en la misma gloria de Cristo.