Cuando aquella tarde del Jueves Santo Jesús se sentó a la mesa con los suyos, “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1), dejó instituido el sacramento de la Eucaristía. Precisamente porque “les amó, y nos amó, hasta el fin”, quiso perpetuar su memoria y su presencia para poder hacerse el contemporáneo de cada generación y cada hombre. Y ello de la manera más cercana posible: haciéndose pan y vida de cada uno de nosotros, si así se lo permitimos.
De hecho, la historia que vincula tan estrechamente a Dios con el hombre se inspira en una voluntad de compartir con nosotros su propio ser, y con él la participación en cuanto le pertenece. Este es el fin para el que fue creado. En la creación el hombre surgió como un ser hecho a imagen y semejanza de Él, dando así lugar a una comunión, que fue mantenida pese al pecado original. Comunión, quiere decir unión estrecha y permanente con su criatura el hombre, como la de una padre con su hijo.
Toda la Escritura es la historia de esta relación a partir de la presencia del hombre en la tierra, nunca interrumpida por parte de Dios, y siempre con la voluntad de intensificarla hasta donde nosotros aceptáramos. Hoy su invitación sigue en pie, dirigida a cada corazón humano, depositada sobre cada uno de los altares que cubren la tierra.
Le vemos paseando por el Edén con nuestros primeros padres, más adelante en relación permanente con los patriarcas y profetas. Será Él mismo el que se ponga a la cabeza de su pueblo para liberarle de la tierra de esclavitud de Egipto y acompañarle durante toda la travesía del desierto hasta dejarle asentado y seguro en su nueva tierra. En ella habita establemente en medio de su pueblo, sea en la tienda o en el templo que Él mismo ordenó construir para este fin. Él mismo dirá: “os llevé como sobre alas”, “os alimenté con flor de harina”; “como una madre consuela a su niño, así os consolaré Yo”, porque no “hay ningún pueblo que tenga a sus dioses tan cerca de sí como lo está el Señor Dios de Israel”.
Cercanía confirmada mediante una Alianza que abarcará al antiguo y al nuevo pueblo de Dios. Con ambos se hace realidad, aunque con acentos distintos, el pacto de amistad sellado “por mil generaciones”, según el cual “vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios”; “Yo seré vuestro Padre y vosotros seréis para Mí un hijo”, porque “Como un padre siente ternura por sus hijo, siente el señor ternura por sus fieles” (sal 102)…
Al pueblo del A. T. se le había dicho: “Le mantendré eternamente mi favor y mi alianza con él será estable” (sal 88). Al del N. T. se le ofrece la “Sangre de la Alianza nueva y eterna, y se le asegura: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. En ambos casos Él será el “Emmanuel: el Dios con nosotros” y en nosotros.
En la Eucaristía Dios continúa la creación del hombre, elevando su condición más allá de toda utopía. Él es nuestro hábitat. Fuera de Él no hay especio vital para el hombre. Dios es su seno materno originario, la esfera dentro de la cual vive y respira espontáneamente; es el primer y el último círculo que lo abarca.
El proyecto original de Dios es que nos mantuviéramos dentro de esa esfera hasta hacernos una sola cosa, una sola vida, con Él. No tenemos ninguna posibilidad de ser nosotros mismos fuera de Él. Dios es el fundamento del ser, su centro de gravedad.
Por eso se da en la Eucaristía, porque Él es la vida de la que todos tomamos la nuestra, porque sólo Él puede ser nuestro alimento sustancial, y porque quiere intensificar su imagen en nosotros: “nosotros… reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente” (2 Cor 3, 18). El significado total del hombre, recibido en la creación, está en función de su proyección a Dios. Vivir en Dios y para Dios, porque su realidad natural, aunque hecha del polvo de la tierra, le introduce en la esfera de Dios, está conformada con el espíritu, la imagen y la participación en la naturaleza divina.
Esta es la atmósfera natural del hombre. Su realidad es la que ha recibido de Dios, y esa realidad se nutre esencialmente de Él mismo, por lo que cuando salimos fuera de la órbita de Dios sólo queda una seudoimagen humana. La Eucaristía y la gracia tienen la finalidad de mantener al hombre en su propio ser, de acrecentar esta abundancia de vida y de rasgos divinos depositados en él, sobre los que reposa su verdadera condición humana.
Sería natural que a su invitación respondamos con la nuestra, ofreciéndole nuestra mesa, instándole a que se siente con nosotros, a que comparta lo que podemos ofrecerle en ella. Como Él, podemos presentarle nuestra propia eucaristía: el pan y el vino de nuestra vida, de todo lo que somos y tenemos. Sabiendo de antemano que todo lo que podemos poner sobre ella lo hemos recibido de él; que es Él que nos ha puesto la mesa a la que nosotros nos sentamos, y a la que le invitamos que nos acompañe.