Excmos. y Rvdmos. Sres. Obispos Eméritos de Mérida-Badajoz y Segovia; Rvdmo. P. Abad Emérito y queridas Comunidad Benedictina y Escolanía; queridos hermanos todos en el Señor:
El Jueves Santo celebramos tres acontecimientos de primer orden en la vida de la Iglesia: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial y el día del amor fraterno. Los tres se encuentran estrechamente unidos entre sí y beben de la misma fuente, que es el Corazón Sacerdotal y Eucarístico de Jesús, el cual se dispone a entregarse al Supremo Sacrificio de la Cruz por nuestra Redención.
En la institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la Última Cena descubrimos este Corazón porque fue un verdadero anticipo de su Pasión: en realidad, es el mismo Sacrificio de Cristo en el Calvario, que supera las coordenadas de tiempo y espacio y acontece el Jueves Santo en el Cenáculo, al igual que sucede hasta hoy y hasta el final de los tiempos cada vez que se celebra la Santa Misa. Porque, cada vez que se celebra la Santa Misa, nosotros estamos presentes en el mismo Sacrificio Único de la Cruz; es algo que milagrosamente sobrepasa el tiempo y el espacio.
Cristo se ofrece en la Eucaristía a la vez como Víctima, Sacerdote y Altar; se ofrece a Sí mismo al Padre por nosotros. Él es la Víctima, la Hostia pura, la Oblación perfecta y única que puede mediar entre Dios y los hombres porque es a la vez verdadero Dios y verdadero Hombre; el único Mediador es Víctima y Sacerdote, porque ofrece el Sacrificio y éste no es otro que la ofrenda de Sí mismo. Y Él mismo es también el Altar sobre el que se celebra el Sacrificio: Él ofrece su propio Cuerpo y sobre su Cuerpo se derrama su propia Sangre.
A la vez que Jesús instituyó el Sacramento de la Eucaristía en la Última Cena, instituyó también el Sacramento del Orden. Para que su Sacrificio quedase perpetuado en la Santa Misa y su presencia entre nosotros fuera constante y permanente, Cristo instituyó el Sacerdocio ministerial y jerárquico. Los sacerdotes, identificándose y configurándose con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, renuevan y actualizan su Sacrificio único y redentor en la Santa Misa y permiten además que la Sagrada Eucaristía quede reservada en el Sagrario para que los cristianos adoremos a Jesucristo en este Sacramento, lo contemplemos, lo amemos, nos saciemos de Él y vivamos de la gracia divina que Él nos transmite.
Es verdad que todos los cristianos somos sacerdotes, y éste es el sacerdocio universal o común de los fieles (cf. Ex 19,6; Is 61,6; 1Pe 2,5.9; Ap 1,6; 5,9-10): todos estamos llamados a participar de la Pasión de Cristo y a colaborar en su obra redentora asociándonos a Él con nuestros ofrecimientos. Pero también es verdad que Cristo quiso hacer partícipes de un modo especial de su Sacerdocio supremo a algunos hombres varones, y éste es el sacerdocio ministerial y jerárquico, distinto no sólo en grado, sino también esencialmente, respecto del sacerdocio universal de los fieles (Concilio Vaticano II, LG 10). Lo instituyó comenzando por los Apóstoles, los primeros sacerdotes y obispos de la Iglesia ordenados por Él mismo el día de Jueves Santo en el Cenáculo al instituir la Eucaristía y darles el mandato de hacer eso mismo en memoria suya. El sacerdote participa así del Sacerdocio de Cristo y debe, por tanto, configurarse de lleno con Cristo, hacerse uno con Él, ser “otro Cristo” (alter Christus), como dijera el Papa Pío XI (Ad catholici sacerdotii, n. 30), vivir como San Pablo “crucificado con Cristo”, porque realmente es ya Cristo quien vive en él (Gál 2,19-20).
En fin, en la Última Cena, Jesús nos ha dado también el gran mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado” (Jn 15,12.17); y lo explica aún más a continuación: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Él va a entregar su vida por nosotros, muriendo en la Cruz para redimirnos del pecado, asumiendo sobre Sí la carga de todos nuestros pecados. Por eso, además de porque es Dios verdadero y tiene autoridad sobre nosotros, está autorizado también para darnos este mandamiento del amor fraterno.
En el lavatorio de los pies (Jn 13,1-15), que vamos a recordar a continuación con doce niños de la Escolanía representando a los doce Apóstoles, Jesús nos ha dado un ejemplo de humildad y de servicio. Y a través de la disputa con San Pedro, también nos ha enseñado la importancia de la virtud de la obediencia, que en realidad nace de una actitud humilde. La vida común entre hermanos en Cristo no surge de una noción abstracta del amor o de bellas palabras acerca de la caridad, sino que debe arraigarse en el conocimiento del propio Cristo y en el crecimiento en las virtudes, muy especialmente en la humildad, la obediencia y el servicio.
Que María Santísima, la Mujer Eucarística –como la han denominado algunos Papas–, la Reina de los Apóstoles y Madre amorosa de los sacerdotes y la que sirvió de vínculo de unión y amor en los primeros pasos de la Iglesia, nos ayude a penetrar en los misterios celebrados el Jueves Santo.
En estos días del Triduo Sacro se puede ganar indulgencia plenaria con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa.